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Title: Salta
Author: Juan Carlos Dávalos
Release Date: July 28, 2012 [eBook #40358]
Language: Spanish
Character set encoding: ISO-8859-1
***START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK SALTA***
Note: | Images of the original pages are available through Internet Archive. See http://archive.org/details/3502513 |
I— | Fernández Moreno.—Ciudad. |
II— | Horacio Quiroga.—Cuentos de Amor de Locura y de Muerte. |
III— | Carlos Ibarguren.—De nuestra tierra. |
IV— | Manuel Gálvez.—La sombra del convento (novela). |
V— | Ernesto Mario Barreda.—Las rosas del mantón (Andanzas y emociones por tierras de España). |
VI— | Carlos Muzzio Sáenz-Peña.—Versión castellana de La cosecha de la fruta de Rabindranath Tagore. |
VII— | Arturo Capdevila.—El libro de la noche. |
VIII— | Ricardo Jaimes Freyre.—Los sueños son vida. |
IX— | Luisa Israel de Portela.—Vidas tristes. |
X— | Pedro Miguel Obligado.—Gris. |
XI— | Mario Bravo.—Canciones y Poemas. |
XII— | Juan Carlos Dávalos.—Salta. |
PRÓXIMAMENTE: | |
XIII— | Alfonsina Storni.—El dulce daño. |
XIV— | Alvaro Melián Lafinur.—Literatura contemporánea. |
El defecto capital de este libro es su personalismo.
Su mejor cualidad es la espontaneidad.
Esto proviene de que los artículos que lo componen fueron escritos en diferentes épocas, sobre temas asaz diversos, y nunca con el propósito de hacer un libro.
Al reunirlos en un volumen me propongo dar una idea de lo que es Salta; y de lo que puede ocurrírsele en Salta a un hombre que observa, aislado, y sin ambiente literario alguno. Representa, pues, un esfuerzo intelectual, no sé si estimable o necio.
Usted que conoce al autor y su medio provinciano, es el llamado a prologar este libro, y hacérselo comprender al público del país.
Sin un comentario previo de usted, no deseo que el libro vea la luz.
Así apreciará usted cuánto le estima como amigo y como escritor su
afmo. y S. S.
Hace diez años, era Salta una ciudad colonial. La visitaba yo entonces por primera vez; y no necesito exagerar, si afirmo que ninguna ciudad de nuestra tierra me había producido una igual impresión de carácter y de poesía. En Córdoba, en Santa Fe, encontramos algunas viejas casas características. En Salta lo eran todas por aquella época. Con sus techos de tejas, sus ventanas y sus puertas de formas coloniales, y sus altos balconetes de madera y de hierro, que parecían colgados de los aleros, las casas de Salta evocaban encantadoramente la vida argentina de hace un siglo.
Pero no eran sólo las casas lo que entonces recordaba el tiempo que fué. Eran también las calles, las iglesias, las gentes, las costumbres. No olvidaré nunca las sensaciones que me causaron ciertas cosas, tan exóticas para mí: el llanto trágico de la quena que un indio platero tañía maravillosamente; el reñidero, con su público heterogéneo y sus escenas pintorescas; y un baile de arrabal, donde silenciosos indios, calzados de ojotas y emponchados, miraban, con asombro estúpido y tenaz, cómo bailaban la chacarera y la zamba, al son de un arpa vieja y al ritmo de los versos quíchuas que cantaba el músico ciego, las mujerzuelas y los hombres de diversas clases sociales que atestaban el rancho.[10]
Poco de esta Salta queda ahora. Sus casas no fueron derribadas, pero un absurdo y mal entendido espíritu de modernidad reformó las ventanas y las puertas, suprimió los aleros y ocultó los techos de tejas levantando las paredes delanteras. Pero a pesar de todo, permanece en Salta lo suficiente para que miremos a esta ciudad como la más completa y bella imagen del pasado argentino.
En aquella Salta apacible hice amistad con Juan Carlos Dávalos. El fué mi mejor guía, sobre todo en el sentido espiritual que podemos dar a esta palabra. Dávalos me refería leyendas y tradiciones, y me hablaba de la vida provinciana, cuyas cosas y cuyos tipos característicos conocía profundamente, juzgándolos con su humorismo benévolo y original.
Dávalos me recitó algunos de los pocos versos que hasta entonces llevaba escritos y me leyó varias de las páginas que componen este volumen. Convencido de las facultades de Dávalos, le incité con entusiasmo a que escribiera; y creo haber contribuído en buena parte a su dedicación literaria. Su conocimiento de la vida en aquella comarca salteña, tan argentina y tan ignorada en el resto del país, colocaba a Dávalos en una situación excepcional. El joven poeta amaba la tradición y la comprendía tan hondamente, que era lógico esperar de su talento, robusto y realista, páginas del más fuerte sabor vernáculo.
Su primer libro, De mi vida y de mi tierra, prologado elogiosamente por Carlos Ibarguren, fué para Dávalos un buen éxito. Su lenguaje, original, con algo de arcaico, su sentimiento personal y poético de las cosas del campo, y sus descripciones eficaces y vigorosas, sorprendieron. Luego ha escrito un interesante drama histórico. Y ahora realiza mi deseo de que publicara un libro en prosa, evocando la vida de aquella Salta, colonial y apacible, que tal vez pronto desaparecerá completamente; recordando leyendas y tradiciones; retratando los tipos característicos de la ciudad y de los campos y haciéndonos ver, con su[11] talento descriptivo, escenas pintorescas del arrabal, de la montaña y de la selva.
Juan Carlos Dávalos tiene dos grandes cualidades literarias: humorismo y aptitud para describir.
El humorismo de Dávalos no es trascendental sino excepcionalmente, y en pequeño grado. No contiene amargura ni desilusión. En lugar de ejercerse sobre los defectos morales de los hombres, se aplica a las características materiales. Pero sin hacer apenas crítica, ni intentar corregir el mundo.
Si Dávalos desarrolla esta cualidad de observar el ridículo en los hombres y en las cosas, puede llegar a realizar notables caricaturas. Advierto que digo esto en su elogio, porque hay quienes imaginan que la caricatura es un defecto y se halla fuera del arte. Los grandes noveladores del siglo pasado son prodigiosos caricaturistas. Así Dickens y Thackeray en Inglaterra; Pérez Galdós y Palacio Valdés, en España; Daudet, Flaubert y a veces Zola en Francia; y Eça de Queiroz, en Portugal. Conviene recordar que no es preciso hacer reir para ser caricaturista. Hay también caricaturas trágicas, de las que son ejemplos algunos personajes de Dostoiewsky y de Balzac.
La aptitud descriptiva de Dávalos se muestra a la vez en los tipos, en las escenas y en los paisajes. He aquí como presenta a un jugador de taba: "... es un hombrón taciturno, un poco alcoholizado. Parece allí un toro, parado en dos pies entre la tropa. Usa enorme sombrero blanco y se alza el poncho del pescuezo para que le vean su charro cinturón de bolivianas de plata. Va quinientos pesos a su mano. Se escupe con calma las manos, refriega las palmas en el suelo, guiña el ojo izquierdo como si fuera a apuntar con escopeta, mira bien la taba con el otro ojo, la blande, la sopesa varias veces, echa un desafío a la redonda. Los espectadores, atónitos, se apartan. La taba vuela; la siguen con la vista, da tres vueltas justas y se clava".[12]
Igualmente eficaces son los retratos del gaucho Cruz Guíez, del Serapio Guantay, de la dueña de la casa donde se celebra el baile de villorrio, de la Juana Figueroa. Entre los tipos que en dos palabras describe al pasar, nos impresionan particularmente los opas, esos pobres imbéciles que tanto abundan en el norte. En el capitulito La decadencia de los opas, título del más fino humorismo y que constituye un admirable hallazgo, se refiere, en un estilo lleno de gracia, a varios de ellos, que eran populares en Salta. Pero en otros capítulos nos habla también de aquellos infelices. Así en El baile de villorrio, donde nos pinta uno en esta forma: "En el patio, un opa de ojos clarísimos y cara pálida y gorda, que había bebido en demasía, mascaba asnalmente un bollo, y servía de diversión a unos muchachos...".
Como narrador, Dávalos muestra también notables cualidades. Hay en su libro escenas de una gran belleza: la de los burritos leñateros, que pasan lentamente por las calles, curioseándolo todo y metiéndose dentro de las casas; la de la riña de gallos, que tiene tanto movimiento y tanto color como las descripciones análogas de Sarmiento; y aquella en donde cuenta los amores del Serapio Guantay, página penetrada de la honda poesía de las montañas salteñas y que basta para revelar en Dávalos las aptitudes de un gran escritor.
Sus paisajes son generalmente muy breves, simples anotaciones hechas al pasar. Pero en todo el libro está latente el aspecto de la ciudad y de la naturaleza. He aquí una de las mejores descripciones, donde recuerda la vieja Salta que él debió conocer en su niñez: "Evocad el Salta de sesenta años atrás, con su pobre y pesada arquitectura colonial; con sus tejados de alero volado a la calle; con sus enormes portales cuadrados y recios; con sus altas veredas, entre cuyas lajas desiguales brotaba el pasto del campo; con sus hondas y tortuosas calles de piedra bola. De noche, ardía en las esquinas del centro[13] un candil de sebo. El sereno, encargado de varias manzanas, pasaba lentamente, cantando la hora y el aspecto del tiempo. En las casas donde había quedado alguna luz, revoloteaban encandilados, sobre los anchos patios, murciélagos errantes y siniestras lechuzas".
Dávalos aparece en este libro como un espíritu multiforme y una sensibilidad compleja. Algunos de sus relatos son más que trágicos, macabros; otros humorísticos, otros sentimentales y poéticos. Con la misma eficacia descriptiva con que nos relata una proclamación política en el arrabal o reconstruye la riña de gallos, nos evoca la vida de las montañas. Nos hacen reir sus siluetas de los cocheros, su desfile de los opas; nos estremece de terror y de misterio el recuerdo de aquella noche en que murió su amigo apodado el Chivo Pedro; y nos hace comprender el alma de la raza vencida, impregnándonos de honda emoción territorial, en los párrafos donde describe a un indio que desciende de la montaña haciendo sonar el erque.
Pero en todas estas páginas de índole tan diversa, Dávalos, como escritor moderno que es, demuestra que busca en las cosas, no una belleza más o menos convencional, sino su carácter. Sus paisajes, sus escenas, sus cuadros, sus tipos son llenos de individualidad y nos revelan uno de los pedazos más interesantes y originales de la tierra argentina.
He mencionado sus relatos macabros, y quiero dar mi interpretación de ellos. Los cuentos espeluznantes de Dávalos no nos hacen daño ni nos desagradan. Nos producen, sí, la sensación completa que el autor pretendió producir, pero al acabar de leerlos no quedamos impresionados, disgustados, hasta enfermos, como después de leer ciertos cuentos de Quiroga. Tal vez contribuya a esto, los detalles humorísticos que Dávalos encaja hábilmente en medio de sus terroríficas narraciones. El caso es que estas páginas nos hacen el efecto de una broma,[14] de una broma bien hecha, por otra parte. Parece que el autor se hubiera dicho: "Voy a escribir unos cuantos cuentos espantables para que vean que soy capaz de escribirlos, y, sobre todo, para reírme pensando en el efecto que producirán en las gentes pacíficas".[1] Y los ha escrito, pero permaneciendo él sano, fuerte, sereno, y sin ennegrecer el ánimo del lector. Porque una de las características de Dávalos es su sanidad de espíritu. Y es un escritor sano, no solamente porque nada hay en él de enfermizo, sino porque tiene todas las cualidades morales que acompañan a la perfecta salud espiritual.
Juan Carlos Dávalos posee verdadera imaginación, profundo sentimiento poético, comprensión de la realidad y, más que nada, sensibilidad. Pero no una sensibilidad como la de cualquier escritor distinguido, sino una sensibilidad como sólo la tienen los verdaderos artistas. ¿Me permitirá mi amigo que revele al público cierto detalle un poco íntimo, pero que demuestra su valer? Bien: yo he visto a Dávalos emocionarse hasta las lágrimas ante una lectura, y no por tratarse de cosas tristes o impresionantes, sino por la sola belleza de lo que se leía.
Dávalos es también un psicólogo. Pero como todos los temperamentos realistas, revela el alma de los seres por medio de sus gestos y de sus actos. Es muy interesante su psicología de los opas, de los gauchos, de los indios y de los perros.
Su estilo es incorrecto y a veces duro. A mí me place, no obstante sus defectos, porque se acerca a la palabra hablada y porque hay en él color y movimiento. Tiene escasa armonía, salvo en ciertos raros instantes, pero mucha [15] sencillez y sobriedad. Estilo corto, escueto, muy preciso y vigoroso, es excelente para las descripciones de escenas y de cuadros realistas. Pero cuando se habla de una cosa poética se torna poético. Y según el asunto, es hondo, emotivo, florido, brillante o melancólico, y cobra, cuando el relato adquiere vuelo, una penetrante elocuencia. He aquí cómo empieza a narrar los amores de un pastor y una vaquera: "El azar los había puesto cerca; el instinto los juntó. Y en el filo de una loma, sobre el pastizal oliente a berbena y anís, la india, más aviesa, lo inició al indio, más ingenuo, en el raro misterio que cumplen las cabras y las vacas, que trajina el polen en las patas diminutas de las abejas, que puebla el soto de inquietas y esmaltadas mariposas, y que hace cada primavera florecer el amancay blanco y la begonia escarlata entre las breñas. Desde aquella tarde los dos indios volvieron a encontrarse siempre, y juntos divagaron por los cerros, descubriendo el encanto de los callados sitios, oyendo al eco repetir sus gritos en las altas barrancas, mirando rodar por los precipicios las gruesas galgas que aflojaban al borde, triscando a la par de los chivos en las paradas laderas, o escondiéndose a veces de algún viajero que cruzaba, allá abajo, en su mula, el áspero pedregal del torrente".
Pero trate de un asunto o de otro, la prosa de Dávalos es siempre viviente, moderna, muy argentina y sin afectaciones de ninguna índole. Dávalos, felizmente, se encuentra libre de literatismo, ese veneno del que no logramos desprendernos los que hemos sido educados en la literatura francesa contemporánea.
Sin afectaciones, dije, e insisto en ello. Porque no faltará quien acuse al autor de Salta como afectado de arcaísmo. La prosa de Dávalos está matizada de palabras que nos parecen viejas o demasiado castizas. Pero no son palabras que Dávalos haya aprendido en los libros. Las ha adquirido del pueblo, del campesino salteño, que habla[16] un hermoso castellano, un castellano con algo de rancio y a la vez algo de quíchua. Al usar, pues, aquellas voces, Dávalos, lejos de mostrar afectación, hace obra rigurosamente argentina.
Ahora, sólo falta que el revelador de la tierra salteña ponga su
talento y su corazón al servicio de una obra más orgánica que la
presente. Tiene todas las cualidades para ser un verdadero novelista.
Reclamémosle, para bien del país, que lo sea muy pronto.
Ellos traen a la ciudad modernizada un poco de la paz de los campos, la sobriedad rural, la lentitud de los días siempre iguales y hermosos bajo el infinito azul, en las praderas apacibles.
Con su pasito tácito, su leñita a la espalda, y su peluda ropa de anacoretas, arreados por un muchacho que monta una triste jaca cerril, pasan lentamente por la calle los burritos leñateros.
Son las nueve de la mañana.
En una puerta asoma una mujer, y trata con el muchacho por la leña.
Los burros siguen viaje. A ellos, ¿qué les importa el negocio? Lo que les gusta es andar, curiosear, ver novedades.
El muchacho corre a toparlos, y ellos, adrede, trotan calle arriba. Un auto los ataja en una bocacalle. El muchacho se les planta por delante: silba, grita, les pega ponchazos, y la recua vuelve frente a la vecina que espera la leña.[20]
Mientras el muchacho desata la leña, los borricos merodean.
Uno, se cuela por un zaguán, raspando al pasar, los reboques con los torcedores. En el patio, una sirvienta lo baraja a escobazos. El burro ceja, y al salir, muy despacio, tumba una maceta.
Alguno se acuesta a descansar en media calle, lanzando resoplidos de desaliento, al pensar que a él no le toca el turno todavía.
Hurga otro, con su belfo suave y azulado, el cordón de la vereda, donde una cáscara de banana se adhirió a la piedra. Después se come una cáscara de naranja, mientras un camarada, más feliz en hallazgos, se empeña en tragar un diario abandonado, envoltorio de cocinera, saturado de oliente y sabrosa grasa.
Durmiendo los ojos beatamente, un burrito ensaya lamer un hilo de agua inmunda que mana de un albañal.
En un grupo, alguno, cariñoso y prolijo, le rasca con los dientes a un congénere la sarnícula del apolillado pescuezo.
Le toca luego el turno al que se echó: el muchacho lo quiere hacer levantar para descargarlo; pero el burro no quiere. ¡Se siente tan cómodo!
El muchacho, impaciente, la emprende a puntapiés. El burro se limita a menear la cabeza y pestañear, hasta que el dolor de la tunda le llega al alma. Entonces, cachaciento, ayudado por el muchacho, se incorpora.
El lento paso de la tropilla, su mansedumbre, el ligero vaivén incesante de las colillas exíguas, las cabezas[21] pensativas, los dulces ojos, las tranquilas orejas, hacen del burrito leñatero la nota más simpática de la calle salteña.
¡Ay! pero no cuando uno de estos animalejos deja oir un bárbaro rebuzno.
El bucólico encanto se rompe de pronto ante esa desapacible resonancia, ante las grandes quijadas abiertas en la plenitud de la bestialidad, y ante el brutal regocijo que sacude el mísero y flaco cuerpo del asno, en espasmos de un grosero naturalismo.[22]
Un mes antes de la elección el arrabal pulula en el comité. Y una noche, a son de bombas, se hace la proclamación del candidato. Es la noche cívica, merienda de negros, aquelarre, agrio candombe.
Cuando los adherentes se congreguen, y desborden por los cuartos y patios del comité, que es siempre un despacho de bebidas, en medio de la gente se mostrará el candidato, y hablará; y hablarán los amigos del candidato.
Ansioso esperaba el arrabal la noche de la proclamación. No bastaba el haber sorbido, durante veinte días seguidos, el vino del candidato. Ahora que la elección se acerca es preciso también oir la palabra de los políticos, que pagan la fiesta; de los blancos, de los ricos cholos, de los eternos explotadores del Juan Pueblo, como dijo cierto gringo que habló en el teatro, y que se fué.
Y esta noche, siendo de estruendos, y de discursos y de cerveza, hay que aprovecharla, y beber por el triunfo del partido.[24]
¡El triunfo!... palabra imprecisa, mero ruído verbal en la cabeza del elector.
Entremos en el club político la noche de proclamación, en el momento de los discursos. Es en el patio entoldado de una pulpería de arrabal.
Parado sobre una mesa, enguantado, bien vestido, el candidato inicia la tanda de los discursos.
La multitud escucha: trescientos y tantos ciudadanos, de los cuales doscientos por lo menos están beodos.
El candidato infunde respeto. Su galano estilo, su clara dicción, caen, como lluvia de rosas en un lodazal, sobre un apeñuscamiento de cabezas hirsutas, sobre un campo de bocas abiertas en rictus alcohólico, sobre un oscuro lago de miradas atónitas.
Pero el espectáculo sugiere al punto esta reflexión: el respeto no es a las ideas, que no se alcanzan. Es el respeto atávico al blanco, es decir, al amo ancestral; es el respeto a los guantes, al jaquet, al botín de charol; es el respeto fetichista del indio por las cosas que su instinto presiente como signos de excelencia.
Un borracho aprueba con amplios gestos los párrafos del orador. Y exclama en alta voz:—¡claro!... ¡eso es!... ¡Me gusta!...
Lo veo esforzarse por fijar la atención. La mona, en su estrabismo, le muestra dos oradores, y él se obstina en mirar uno. Luego, cansado, vuelca la cabeza sobre el pecho impotente, y la sonrisa del arlequín[25] que hay en todo borracho, divaga por el rostro enorme, moreno, pingüe de grasa y de sudor.
En medio de este grotesco silencio, en medio de esta trágica atención de beodos, aquí y allí se sofoca un juramento, se contiene una réplica inconsulta, se acalla un intempestivo monólogo. Entre tanto, algunos se desprenden furtivamente del grupo, para ir a beberse una copa más en el mostrador. ¡Qué diablos!... Lo único positivo es el vino; el vino que permite olvidar el crimen del ocio y de la ignorancia.
El candidato acaba su discurso entre palmoteos y alaridos. Todos se mueven, algunos quieren verle, tocarle. Y la multitud al revolverse apesta más, como si se hurgase la basura. El alcohol se espande en vaho con los gritos, la roña se embravece con el calor y el roce.
Después del candidato habla un estudiante. Su palabra es vehemente, vibrante, sincera. Se imagina que el pueblo es quien le escucha; el pueblo teórico de los libros. Y le habla de deberes cívicos, de libertad, de honor ciudadano, de justicia social y regeneración política. Pero él no conoce al pueblo: es un ingénuo.
Le han dicho que en ese comité hay muchos tocados por el otro partido, y que esos vienen sólo a embriagarse, y que votarán en contra, a pesar de hallarse afiliados.
Y exclama con gran énfasis oratorio:
"¿Es posible, es creíble, ciudadanos, que entre vosotros existan tránsfugas, que vengan aquí nada más que a beber nuestro vino y comer nuestra empanada,[26] y que mañana nos den la espalda en el cuarto oscuro? ¿Es posible que haya aquí uno, uno solo tan... sin vergüenza?"
Una voz aguardentosa replica a gritos:
—¿Uno?... ¡Varios! ¡Aquí hay varios, sí señor! ¡Varios sinvergüenza! ¿Sabe?...
Lo obligan a callar. No se debe interrumpir al orador. Los borrachos dicen siempre la verdad.
Este club contaba con trescientos cincuenta adherentes. Pero en el día de la elección, más de la mitad votó contra su partido.
Así es el mulato, la canalla abyecta, borrachona, pechadora, que aprovecha la ocasión política. Son la hez de la ciudad, el desecho de las faenas rurales, el desperdicio de los gremios honrados, la resaca de las pequeñas industrias laboriosas y probas. Son seiscientos, quizá mil gandules que determinan la suerte de los partidos, poniendo del lado adonde los vuelca el acaso, el peso vil de la cantidad.
Es la carga de papas en la cala, capaz de tumbar el buque.
Y en presencia de tales espectáculos viene a la mente un recuerdo irónico: "El pueblo no delibera ni gobierna", etc.
En el Salta de antaño el reñidero era una diversión popular. Aunque en decadencia, la de las riñas es aún una manía en mucha gente, por lo común ricos doctores y acomodados artesanos.
Ya no encuentra uno como antes por la calle algún distinguido señor con un gallo bajo la chapa, pero si vamos un domingo al reñidero comprobaremos la existencia de una verdadera pasión organizada en garlito, con su edificio apropiado, especie de templete de redondo techo adonde van los sabios gallólogos a parar por un gallo hasta la camisa.
El reñidero está en un barrio excéntrico. Es un corralón con varias dependencias: pulpería, reñidero y cancha de taba. La entrada permite el acceso a cualquiera de ellas.
La reunión empieza a las dos de la tarde. Un negro inválido, gordo y barrigón, cobra el boleto en la puerta. Individuos de toda catadura van y vienen por[28] el gran patio de tierra y el viejo corredor de ladrillos.
En un extremo del patio una mulata hornea la primera tanda de empanadas. Aunque hay mucha gente que se mueve, lo hace con grave cachaza: uno pesa un gallo en una romana colgada del techo por un alambre; en un grupo se concierta una riña; un opa amarillo, palúdico, de barbas ralas, afirmado a un pilar, escucha estúpidamente las condiciones que se estipulan; algunos revisan en las galleras sus gallos, les dan los últimos toques, los acarician, los hablan; otros limpian y pulen un juego de chuzas de acero; por ahí, disparatando, se bambolea el eterno beodo de todos los domingos; y sobre este desacorde rumor humano, continuamente irrumpe, vibrante, marcial, el sonoro cocoricó de los gladiadores ansiosos de ir a la arena.
La preparación de un gallo es una ciencia. Se pesa y pela el trigo; se mide la dosis de agua y maíz; se le despluma al animal el trasero para ver cuándo está robusto, en cuyo caso esta parte se le enciende en intenso rojo de pimiento. Hay que separarlo de las gallinas para que no se ponga cailón y flojo. Hay que baquetearlo, o sea hacerlo topar con otros gallos para que tome estilo. Si es demasiado picador se le pone una piquera en el pico, estuche de cuero que le permite entrenarse sin morder, hasta que se acostumbre a pelear a revuelos.
Si el gallo está capioso, es decir, si no tiene buena pluma, se lo ensambla, lo que significa una obra de paciencia china, pues se hace preciso cortar las plumas[29] de la cola y alas al canuto, y encajar en éste, pegándolas con goma, nuevas plumas largas y tersas, con lo que el gallo obtiene agilidad en el asalto, ya que las plumas lo equilibran.
Además, a fin de fortificar los pulmones y las patas, hay que corretearlo metódicamente una hora diaria; y hay que sacarlo a tomar sol por la mañana; y si se sofoca y agita mucho, hay que zamparle agua a buchadas por la cabeza y bajo las alas. Todo esto se practica a diario, fuera de las precauciones y medidas que aconseja la taumaturgia profesional cuando se quiere ganar con trampas una riña.
El número de tongos no tiene límites. Gallero hay que le embadurna de sebo a su gallo la cabeza para que el del contrario se despique al morder; algunos al desgolillarlo le cortan en escalera la golilla, lo que produce el resultado dicho, si el gallo contrario gusta de morder la golilla y no la cabeza.
Es gallo ligado si le amarran tan fuertemente las chuzas que el pobre animal camina apenas apuñando la pata. Es gallo desvelado cuando le hallan en los ojos cierta espumita, que prueba que para debilitarlo lo han hecho pasar una noche atado a la estaca entre dos luces. Muchos le untan al gallo en las axilas grasa de zorro, pues profesan la superchería de creer que por este medio el contendiente dispara, avisado por el instinto.
Todo esto y mil detalles más debe conocer y lo conoce al dedillo el juez del reñidero, quien cuida[30] de que las riñas sean legales y se respeten los compromisos.
Bajo el techo circular está la arena, circular también, rodeada de una gradería de tablas, que sube en anfiteatro hasta el techo.
Suena una campanilla.
Más de cien jugadores se precipitan a las gradas. Se instalan. Tosen, esgarran, escupen. El circo tiene una barda enana de madera, bordeada por un colchado de trapo rojo. El juez se para a la puerta. Agita su campanilla. La riña va a empezar.
Los dos largadores contrarios, sostienen cada uno su gallo por el pecho, le friegan las patas y le dan el último vistazo.
El momento es solemne. Las apuestas se cruzan, breves y seguras. Algunos que apostaron ya, están callados, la mano puesta en el mentón, y así estarán hasta que acabe la riña. Los conocedores observan; los botarates elogian y desafían. Los dueños de los gallos guardan un digno silencio, prueba de sendos temores.
La campanilla suena de nuevo. Se larga la riña.
Un gallo da dos pasos, se para, se iergue y canta. El otro lo vé y lo embiste. Las rojas cabezas se agachan, los cogotes se estiran, arrogantes; los dorados, pequeños ojos bravíos brillan; las alas semiabiertas se aprestan al salto. Primero es el saludo bizarro de los dos picos, frente a frente, en línea recta, arriba, abajo, cautelosamente; después es el revuelo formidable, y en fin, la seguidilla, el entrevero, la riña; la[31] riña tenaz, obstinada, furiosa, de una belleza ejemplar, de un denuedo heroico.
Cada riña es un poema épico: los sucesos, naturalmente, difieren; la heroicidad es la misma.
A veces un gallo queda ciego. Entonces el silencio de los espectadores se vuelve absoluto. El animal pelea a oído: se lo vé inclinar la cabeza, mas no para huir, sino para esperar escuchando al adversario. De nuevo lo halla, lo pica, se afirma, se solivia en las alas y le encaja con fragor las chuzas en el cráneo.
El adversario se abate lentamente, las alas ajadas, el pico abierto. El triunfador, ciego, se para tambaleante en la arena y lanza a las tinieblas su trágico, ¡su titánico cocoricó!
Se dió una vez el caso de dos gallos que cayeron muertos, primero el uno, el otro en seguida. El uno tenía traspasada una arteria junto al corazón: el otro no presentaba heridas, pero los entendidos dijeron que había muerto de rabia.
El papel de los entendidos es admirable. En cuanto el gallo cae a la arena, en cuanto se mueve un poco, ya saben si está ido, es decir si está acobardado, vencido al empezar la pelea.
Después de la riña sobreviene una febril agitación: los perdedores, resignados, oblan. Un ganador cruza el patio con un montón de billetes en la mano. Un individuo lava un gallo, le busca prolijamente las heridas, se las cura. Otro se come una empanada recién salida del horno. Quien pondera aquí las condiciones del paraguayo; quien sostiene allá que al giro tal le[32] mordieron el pico antes de largarlo. Y junto al pozo, un individuo le chupa un ojo a su gallo para que no se haga tuerto y procede después a sangrarlo de la pata contraria, según una prudente cábula profesional.
En un canchón contiguo al reñidero está la tabeada. Siendo juego menos noble que las riñas, la taba tiene entre los decentes sus adeptos vergonzantes. La riña es como una ciencia, la taba es como un arte.
Depende del pulso y en parte de la cancha. Existe un canchero que prepara la tierra y la rocía de modo que ni se haga barro ni esté dura. Los límites opuestos los marca un cordel hundido en tierra. Dos hileras laterales de bancos de tabla son los asientos de los jugadores que esperan turno.
Reina en el corro, grande algarabía. Mientras un individuo pulsa la taba en una punta, el contrincante aguarda el tiro en la otra.
Formúlanse las apuestas entre el tabeador y su contrario, entre el tabeador y el público, y el público entre sí, por fas y por nefás, por cara o culo, con ventaja o sin ella: es un enredo de términos y dichos especiales, tan claros para el profano como si fuesen griego.
En media cancha han ido amontonando el dinero[34] de las apuestas, apretado bajo una piedra para que no se vuele. Algunos empuñan rollos de billetes ajados y mugrientos. Los ya desplumados, se sientan a mirar, como fascinados, el manoseo de la plata.
De varias partidas atrás, un chaqueño emponchado mantiene la taba: es un invencible. Ha pelado a muchos. Ahora "la va derecho" con un mulatón compadre y hablador.
El invencible es un hombrón taciturno, un poco alcoholizado. Reconcentra en su juego favorito toda su grande alma de animalote. Parece allí un toro parado en dos pies entre la tropa.
Usa enorme sombrero blanco y se alza el poncho al pescuezo para que le vean su charro cinturón de bolivianas de plata. Va quinientos pesos a su mano.
Se escupe con calma las manos, refriega las palmas en el suelo, guiña el ojo izquierdo como si fuera a apuntar con escopeta, mira bien la taba con el otro ojo, la blande, la sopesa varias veces, echa un desafío mudo a la redonda. Los espectadores, atónitos, se apartan. La taba vuela: la siguen con la vista, da tres vueltas justas y se clava.
—¡Culo!... ¡Culo clavado! ¡El primer culo!
La agitación es intensa. Algunos juran. Otros se preparan a recibir su plata. Hay quien comenta a gritos las alternativas de aquella "mano".
El chaqueño saca un pañolón colorado y se limpia el sudor del seboso rostro. Echa luego mano al bolsillo y paga de un grueso puñado de billetes. Ha sido un "batacazo". ¡Quinientos a la olla! ¡Jué pucha! Pero[35] no es nada; él puede jugar hasta diez mil pesos. Este hombre tiene quince mil cabezas en el Chaco.
La concurrencia es de un cómico abigarramiento. Vense galeras, guantes, bastones, botas, alpargatas y hasta patas peladas: la ancha pata pálida y roñosa del opa que atisba una moneda, del típico opa salteño, del infaltable de todas las aglomeraciones.
Vense levitas verdinegras. Una casaca con dos botones al rabo, que muestra que en sus tiempos fué jaquet; chalecos multicolores de una antigua moda, camisas que rebalsan y pechos pelados al descubierto.
Tampoco se libra de la manía el turco exótico, que ladra el idioma, pero que se hace entender y juega; ni el gringo, el delicioso gringo que masca tabaco y dice insolencias con la mayor soltura; ni tampoco faltan el mulatillo amanerado y compadrón del centro y el honrado maestro de escuela que viene a echar una cana al aire.
Además, en la tabeada merodea el "colero", furtivo borrachín que simula entusiasmarse por el juego y traba apuesta con este y con el otro, para abrirse a su hora, con cualquier pretexto. Lo que le interesa al colero es la bebida que circula a rodo, el desperdicio de las ganancias. Agradece antes de que le brinden. Su afabilidad comunicativa es una ganzúa; su entusiasmo por el juego un taparrabo de la impudicia.[36]
En las grandes ciudades los perros son objetos de adorno o de lujo, cuando no seres esclavizados por el egoísmo del hombre, y que sirven en las tiendas para cazar ratones, o en las policías para perseguir malandrines.
En las grandes ciudades los perros pertenecen a alguna raza definida; y hasta los hay de abolengo.
Existe allí el perro de alcurnia, mimado y regalado; el galgo raro, el San Bernardo, el terranova, el fox-terrier, etc., etc. La monótona vida de estos perros no tiene allí sino un aspecto más o menos sentimental o decorativo, o francamente utilitario.
Para apreciar el papel de los perros en estado libre, de los perros como partido zoológico, disputando al hombre sus derechos a la vida, hay que venir a verlos en Salta.
Es un día de verano, a la hora de la siesta, en un suburbio casi desierto del pueblo. El sol reverbera blanco en las piedras de la calle y en las veredas de laja: es la hora de los perros.[38]
No se ve más que perros, como si una universal metempsicosis hubiese substituído los habitantes por perros.
Por las entornadas puertas de calle, asoman sus hocicos. Las puertas de calle, donde la gente sale a tomar fresco al caer la tarde.
La perrilla de la esquina congrega los pretendientes del barrio. Primero es el festejo, el contoneo afable, el menear de rabos y el olerse. Y después la gresca galante que acaba en dispersión y derrota, cuando la mulata, dueña de la joven coqueta, asoma escoba en mano.
Un inquieto perdiguero, que los domingos suele ir de caza con el albañil, se ha escapado con la piola al cuello, y pasa, trotando al sesgo, al viento las narices, que recuerdan por lo largas el cañón de una escopeta.
Bajo el tropical ardor del día, entornados los ojos, la lengua afuera, cruzan por la calle grupos de perros de todos tamaños.
Uno que los mira pasar desde su puerta, se avispa, y sale a toparlos: se cambian los saludos de regla.
Se huelen, se gruñen; la pandilla sigue viaje, y el de la puerta vuelve lento sobre sus pasos, y alza la pata, desdeñoso, contra la pared corroída...
Los grupos circulan por todas direcciones. A ratos viene el rumor de una algarabía lejana. Alguna pedrada, alguna dentellada. Y los corridos huyen haciéndose los rengos.
En los días patrios y festividades populares los perros[39] no saben dónde meterse. La gente de Salta padece la monomanía de las bombas. En cuanto se reunen doscientos manifestantes, sueltan innúmeras bombas. Entonces los perros, muertos de miedo, huyen a buscar un escondrijo, por entre las piernas del pueblo.
Al amanecer, desde las campiñas cercanas invaden la ciudad pandillas de perros. Vienen en alegre turbamulta a escarbar los cajones de basura que los sirvientes colocan en la vereda para que los levante el basurero municipal.
No hay casa arrabalera que no albergue tres perros por lo menos. ¡Y qué perros! Son perros de anónimas, azarosas razas, monstruosas combinaciones anatómicas, a veces espectrales y desconcertantes.
Vénse perros largos y chatos, en forma de locomotoras. Otros, lanudos, pequeñísimos, llamados cuzcos, que al trotar parecen con cuerda. Vénse los pilas, es decir, unos que carecen en absoluto de pelos.
Y esos tres tipos fundamentales al entreverarse en las cruzas, forman la interesante población perruna de mi pueblo.[40]
Mister Oscar Asterplat es un inglés que no me conoce, pero sabe que yo escribo, y ha venido a casa para encargarme un pequeño trabajo.
El otro día, un bruto de chauffeur atropelló al bull-dog de M. Asterplat, y éste desea que yo escriba un artículo en favor de su perro, y contra los automovilistas.
Accediendo gustoso a tan justo pedido, he mandado a un diario las siguientes líneas:
Señor director: persigamos a las vizcachas que arrasan los sembrados; matemos a las ratas que comen documentos y propagan la pulmonía y la peste; organicemos ejércitos langosticidas; fumiguemos los árboles arrugados por la diapsis pentágona, y hagamos guerra a los gatos ardorosos que gritan en los tejados. Todo eso es razonable y bueno. La vida es una eterna lucha del hombre contra los viles engendros de la naturaleza.
¡Pero pidamos al público que respete a los perros![42]
A los pobres, a los buenos, a los leales, a los nobles, a los dignos perros, estos amigos prehistóricos de nuestra malvada especie; que en el fondo de sus ojos, siempre despiertos, tienen un destello de luz para cada caricia, y un rayo de rebeldía para cada injuria.
El activo perdiguero que por las calles husmea sin descanso una escopeta; el airoso, elegante pila, juicioso en la iglesia, y caliente en el lecho de la viejecilla reumática; el miserable caschi que en las mañanas de invierno brinca delante de la cocinera, camino del mercado; el can flaco del pastero que a la sombra del carro va, paso a paso, del campo a la ciudad y de la ciudad al campo; el perro sucio del pordiosero, comensal en la olla de mendrugos, y lamedor cirujano de incurables lacras; el cuzquito centinela de los ranchos sin puerta; el perro del rico y el perro del pobre, el de la casa y el de la calle, cada cual llena un vacío en nuestros caprichos, en nuestras necesidades, en nuestros achaques, en nuestros infortunios. ¡Ningún perro está de más en el mundo!
Estas reflexiones, señor Director, me las sugiere el atentado de que fué víctima, el domingo de tarde, en la avenida Sarmiento, el perro "oso" de M. Oscar Asterplat, por parte de un miserable manejante de automóvil.
¡Este bruto le ha hecho pasar las ruedas por la barriga, y lo ha dejado extrachato, en media calle!
Yo protesto de semejante atentado, ante el público, en nombre del señor Asterplat y en el mío propio.
Hace mucho años, andaban de boca en boca, entre la gentuza de mi pueblo, relatos extraordinarios acerca de una luz ambulante que vagaba por avenidas y caminos urbanos.
Precisamente, en las noches más tenebrosas, veíasela pasar, con diferencia de minutos, tan luego por las inmediaciones del cementerio como por los arrabales próximos al río.
La velocidad hasta entonces no vista que la animaba, y el intenso fulgor rojizo que despedía, dieron pábulo a la medrosa fantasía popular, que acabó por atribuirle sobrenatural origen.
Y a las viejas supercherías de duendes y mulas ánimas y viudas y almas en pena, vino a incorporarse la misteriosa leyenda de la condenada. Así habían dado en llamarle a la luz, sin duda porque se creyó que el panteón era su morada. Y salía de allí a deshora de la noche para emprender sus locas, desaforadas carreras,[44] que espantaban a los malos y horripilaban a los inocentes.
Una noche, camino de la Caldera, iba un pobre indio paso a paso en su mancarrón, con las alforjas cargadas de bote en bote, cuando en un recodo topó de repente con la luz infernal. Indecible pavor hizo presa de jinete y cabalgadura, que, dando cara vuelta, fueron a sujetarse, perdiendo alforjas y calchas, a la plaza "9 de Julio".
Contaban que una negra que vivía cerca del cementerio mantenía macabras relaciones con la condenada, y esto, y el aislamiento en que sus íntimos la dejaron, motivó el trastorno mental de la infeliz catinga, sospechosa de brujería.
Una noche la policía tuvo noticia de una descomunal parranda en el barrio de tucumancito. Enviado un vigilante al lugar del desorden, se le apareció la condenada, se le espantó el caballo, y el porrazo y el susto fueron tales, que el cobarde policiano sufrió un desmayo de varias horas.
El número de perseguidos y preocupados era muy grande.
El cochero de un amigo mío tenía su cuarto lejos del centro, por el barrio del matadero, y aunque no era manco pa las cosas de este mundo, las del otro le inspiraban serias desconfianzas, por lo que prefería, si no había luna, quedarse a dormir acurrucado en los almohadones del carruaje.
Las niñeras les contaban a los chicos, haciéndoles poner los pelos de punta, las fechorías de la condenada; y[45] las viejas beatas de correveidile averiguaban del cura si cometían pecado creyendo en ella.
Hasta entonces había limitado el espectro sus andanzas a los arrabales; pero héte aquí que una noche, como a las doce, se presenta en plena plaza Belgrano, desierta a esa hora, donde se pone a dar vueltas en persecución del único mortal que a la sazón la atravesaba; el cual, en fuga despavorida, logró saltar las barandas que cercaban la plaza, y llegar sin resuello a guarecerse en la tienda donde era dependiente.
¿Y no adivinas, lector, quién y qué pudo ser aquella condenada que en mi pueblo metió tanto susto?
Pues era el más pacífico de los hombres: un relojero italiano, el que llevó a Salta la primera bicicleta.
Fatigado del trabajo del día, montaba por la noche en su aparato, encendía la linterna fuera de la ciudad, y comenzaba su pedaleo de la manera más divertida del mundo.[46]
Don Ventura Perdigones era un gallego verdulero que había en Salta.
Desde Vaqueros, donde tenía su hortaliza, llevaba todas las mañanas al pueblo una arganada de verduras frescas para vender por las calles.
Vaqueros es un lugar que dista dos leguas de la ciudad, y está situado en la margen izquierda del río de ese nombre.
Y digo río, porque se llaman así en mi tierra, mal que pese al estricto sentido del vocablo, los que en invierno apenas parecen arroyos apacibles, y en verano se tornan, con las lluvias, en formidables avalanchas de barro y piedras.
Una mañana venía el Vaqueros por demás crecido, como dice la gente de mi provincia. La noche anterior había caído una tormenta en los cerros, y, con tumultuoso estrépito, las turbias aguas arrastraban gruesos troncos y pesados pedrones.
A lo largo de la orilla, numeroso paisanaje a caballo[48] esperaba que pasase lo recio de la crecida para atravesarlo.
Perdigones, encaramado en su asno, estaba allí, con las árganas repletas de repollos y lechugas. Quería pasar cuanto antes, sin atender a los consejos de algunos que le señalaban el peligro; y porfiadamente taloneaba a su bestia, y se paraba en los estribos a ver por dónde se lanzaría.
Y Perdigones que sí, y el jumento que no, bruto y hombre pugnaban por hacer cada cual su gusto, con grande regocijo y mofa de los presentes.
—No dentre Don Ventura. Mire que la creciente lo va a trapiar,—decía uno.
—De ande lo han de convencer, si este gallego es más porfiau que una clueca,—gritaba otro.
—Asojitesé bien, no sea que pierda los yolis,—vociferaba un tercero.
—¡Vaya, vaya hombre!—contestaba Perdigones.—Paréceme a mí que no hay motivo pa tanta alharaca. Pero lo que es éste, a mí no me gana,—decía del asno, y le molía de firme.
Al fin triunfó Perdigones, si bien más le valiera no haber triunfado, porque zamparse el burro, desquiciarse de la montura los yolis, y hacerse una balumba de hombre y bestia y arreas y verduras, todo fué uno. La rápida corriente los arrastraba.
Los gauchos armaron al punto sus lazos, y se los arrojaron al infeliz Don Ventura, que a manotones y zambullidas y vueltas de carnero en medio del agua, ni pudo ni atinó con los auxilios.[49]
Y mal acaba el lance, si no logra prenderse, con todas las fuerzas que le restaban, a las raíces de un sauce ribereño.
Y ya en tierra firme, pasado el susto, un paisano le dice al gallego:
—Velay pues, ño Ventura aura que se ha salvao, dé gracias a Dios, porque esto ha sido un milagro.
Y el gallego, malhumorado y tiritando, le contestó:
—Hombre, dí tú gracias al sauce, que las intenciones de Dios fueron ahogarme.[50]
Como se ha cumplido para la historia del arte el "esto matará aquello", de Víctor Hugo, se ha cumplido en Salta esta otra fórmula: el progreso ha matado al opa.
Y no hablamos aquí de los opas que seguirán existiendo pese a todos los progresos, sino "del opa" como género social, del opa como factor social.
Todo ha conspirado, desde unos años a esta parte, contra los opas.
El advenimiento de las cloacas los ha emancipado de ciertos oficios de acarreo, que les era propio.
Después, un jefe de policía los ha expatriado en vagones y ha sembrado las vías, Salta afuera, con nuestros opas. Así fueron a parar, en este movimiento centrífugo de reacción colectiva: "Leche de Burra" a La Quiaca, el "Coto Zapallo" a la tumba, "Ripitipi" a Buenos Aires...
Y en nuestros días, apenas si al paso del opa Panchito, con su cara de macho alfalfero, su andar[52] vacilante y sus inmensas alpargatas, nos asalta un recuerdo borroso de los opas de otros tiempos, de aquellos que apedreamos siendo niños. El opa de hoy es como el espectro del opa de entonces...
El opa de hoy, ha tomado carta de ciudadanía y hasta se le ha visto votar en las elecciones. Y luego, se le respeta, o quizá se le compadece; y se ha vuelto mendigo, como "Achoscha" y como Enredadera, o masitero como Panchito.
Pero antes, antes los opas eran algo muy nuestro, muy popular, muy típico, y a ellos les debemos buenos modismos, que han quedado estratificados en la memoria social. Así decimos de un tonto cualquiera; es un "Chupa-charqui". Y del que se contenta con falsas promesas: está Fulano como el opa del cura Arias, aquel opa famoso, excelente servidor, pero lunático, cuyo sabio amo, conociéndole su pasión por la ropa nueva, lo mandaba a lo del sastre a que le tomasen la medida, en cuanto lo notaba de mal talante.
El opa de las procesiones ha desaparecido. No había procesión sin su opa a la cabeza, provisto de un rebenque de carrero, espanto de muchachos y perros. Y es que no había iglesia sin opa, fiel criado del cura y auxiliar devoto de la sacristía. Quasimodo es así un tipo universal de campanero. Sólo un opa podía repicar con toda el alma, bajo la campana, sin temor de romperse las orejas.
No hay quien no haya asistido en Salta a la escena estruendosa de una misa o un sermón edificante, interrumpido por una trocatinta de azotes a los perros[53] que asistían a la iglesia. Los aullidos repercutían por las bóvedas sagradas con sonoridad apocalíptica. Era el decoro de las cosas santas defendido a rebencazos. En cuanto un perro ultrapasaba la linde de la compostura, se le venía el opa al humo, rebenque en mano; y hubo el caso de una vieja que resultó zurrada por demasías de su pila. Y era cosa corriente en aquellos tiempos que la beata llevase su pila escondido bajo el manto.
Pero el jubileo, la apoteosis de los opas salteños tenía lugar el día del lavapiés.
En el patio de la Catedral, esa mañana, junto al pozo, el sacristán les arreglaba las barbas, cuando la tenían, les daba un traje nuevo, de piel azul, y el opa, dignificado y elevado a la categoría de apóstol, ocupaba su trono de honor al pie del altar.
En una de aquellas ceremonias, en que el opa Viborón hacía de apóstol, es fama que los muchachos le trazaban víboras en el aire, con el dedo, y el infeliz, olvidando su sagrado papel, se descolgó del entarimado, presa de inaudita cólera.[54]
Al mirarlos pasar desarrapados, blandiendo el largo flajelo de verdugos sobre los lomos enjutos del mancarrón placero, se diría que son asesinos que se escapan y no aurigas que pasan.
Estos son los más zaparrastrosos cocheros del mundo. No pretendemos, no, que vistan de gala, ¡así quedarían!, pero que, al menos, adopten en su pescante traza de cristianos. Ora es un gigante doblado en tres, con las canillas fuera del pescante, los botines rotos, el sombrero increíble, las barbas desparramadas; el judas de La Merced, el opa Viborón de cochero. O es un mico, un mequetrefe, metido hasta la nuca bajo la capota, llevándose por delante las vacas lecheras y la chinita que corre al mensaje. Pero todos, o casi todos precisan una lavada de cara.
¿Por qué no se les exige un mínimum de compostura personal? Si el traje hace a la persona, tal vez así se los haría gente.
Aquí es útil ser medio psicólogo, hasta para tomar[56] coche. Primero hay que semblantearlo al cochero y no meterse con los que tengan cara colorada, porque esos andan mal de la mollera y habrá que pelear a la hora del arreglo.
Sobre todo, cuando se os ocurra viajar a San Lorenzo, fijaos si vuestro cochero no está con los ojos irritados y la nariz roma, pues al fin de la fiesta, cuando volveis por los precipicios de las lomas, él estará más borracho que Baco y os sepultará en alguna zanja, con vuestros deudos queridos. Y lanzará a los vientos, levantando las piernas a la luna, en cada barquinazo, un juramento que hará ruborizar a las señoras. Habeis puesto la vida a merced de un energúmeno, y sólo Dios y la buena suerte podrán salvaros. Que no es cosa simple contratar un cochero.
Y si al salir de un baile o del teatro llueve, y hay que tomar coche, ya no será dado elegir, porque los coches del servicio nocturno están que dá grima. Subís y empieza el calvario. Si no se zafa una rueda, media cuadra más allá la jaca que os arrastra cae extenuada. Y entonces, en el silencio de la calle, sin testigos, sin misericordia, comenzará el martirio zoológico de la pobre bestia, que a cada puntapié que recibe, de su guía, en el cráneo, gime con gemido profundo, mil veces más triste que el sollozo humano. Y la gloria del baile o del festival se disipa de vuestra mente, y el cuadro de la miseria de todo lo que vive se os impone al punto.
Y cochero y verdugo son una sola y misma cosa. Verdugo vuestro, porque pagais la hora con exceso,[57] del sudor de la frente, y verdugo de los flacos, de los inocentes, de los desgraciados caballos que caen en sus manos.
Nota.—Este artículo produjo en el gremio un efecto extraordinario. Hubieron conciliábulos y discutieron si me darían o no una paliza. Yo esperaba ansioso los resultados. Al fin publicaron una protesta que decía así, poco más o menos: "Habiéndonos reunido los conductores de carruajes a deliberar sobre el temperamento a seguir contra el insolente articulista que así nos detracta en el diario "La Provincia", hemos acordado no adoptar medidas violentas por tratarse de un loco irresponsable, cuya familia, sin embargo, nos merece consideración y respeto".[58]
No me olvido de aquel baile que congregó tanta "gente bien" en casa del comisario.
En un rincón de la sala, zahumada por el grueso tufo de kerosene de las lámparas, un músico, traído ex-profeso de Salta, galopaba sin piedad un viejo valse, sobre el no menos viejo y desvencijado piano.
En los ángulos restantes de la sala había frágiles mesitas de felpa calva, atestadas de ramos de flores de papel, cuajadas de pintitas negras, obra evidente de las moscas.
Contra las paredes, hileras de sillas de variadas formas y tamaños, donde descansaba la numerosa concurrencia; y en el suelo, mal disimulando las asperezas del bárbaro enladrillado, retazos de alfombras descoloridas.
En el techo de cañizos, sustentados por ciclópeas tijeras, techo hondo y lóbrego, tejían en silencio las domésticas arañas. Y en las alturas adonde no llegaba la luz de abajo, algunos murciélagos absortos comentaban[60] con chillidos a la sordina la inusitada animación de la fiesta.
La concurrencia daba vueltas flemáticamente a la sala, al compás meloso y cursi de esa musiquilla de aldea, triste y desorejada. La dueña de casa, orondamente sentada en su sofá, contemplaba con aire satisfecho el desfile de las parejas.
Era una vieja robusta y ancha como una olla de chicharrón, que sudaba a mares y se hacía viento con uno de esos monstruosos abanicos de satín negro, que más parecen alas de Satanás que abanicos. A la vieja nadie le dirigía la palabra; pocos la conocían. Pues como se trataba de un baile de suscripción y ella había cedido su casa por pura condescendencia, nadie tenía nada que ver con ella.
Bien pronto me expliqué aquella cortesía, cuando ví que una chinita escamoteaba furtivamente las botellas de cerveza compradas por la comisión organizadora.
Algunas señoritas que confundían la sencillez con la vulgaridad, lucían trajes ajados y sucios, que hubiese rechazado una sirvienta. Y tal era el entusiasmo del día, que no habían tenido tiempo de arreglarse los cabellos ni quitarse el barro de las cabalgatas.
El "¡cállese, no sea atrevido!", el "¡vean esto, por Dios!" el "pucha", el "velay", las mil ordinarieces que florecen en las vendimias, se mezclaban, ensordeciendo el aire, en una sola cháchara vulgar y aturdida.
Una chinita zaparrastrosa y mugrienta se paseaba por entre las parejas, brindando cerveza en copas tres[61] veces sucias; y un muchacho "quiscudo" como un cepillo, luchando por no dormirse, ofrecía en una frutera caramelos chupados de antemano, a medias, quizá, por los bebés de la casa, y "tortitas de leche" partidas aritméticamente a cuchillo.
En un extremo del corredor, alumbrado por una lámpara sombreruda, en derredor de una mesa, conversaban parejas de enamorados que nunca acababan de barajar sandeces. En el otro extremo, escondidos en la penumbra, los bebedores del pueblucho hacían su agosto en complicidad con los sirvientes, mientras parecían acalorados en una disquisición acerca de las virtudes del cura.
Por todos lados iban y venían los mosqueteros abribocas, o se acumulaban junto a las puertas, estorbando el paso.
En el patio, un opa de ojos clarísimos y cara pálida y gorda, que había bebido en demasía, mascaba asnalmente un bollo, y servía de diversión a unos muchachos...[62]
La creencia en el duende era, quizá, la más arraigada en la ciudad, hasta hace treinta años. Demonio familiar y burlesco, más molesto que terrible, la plebe, y en particular los sirvientes y criados de las viejas casas, teníanle por espantajo familiar.
Para explicarse aquella superchería, fomentada sin duda por la ignorancia, se hace preciso recordar la arquitectura de los caserones coloniales.
Casi no había casa patricia que no fuese un verdadero laberinto de cuartos, pasadizos, altillos y corredores, intrincados y oscuros. Ocupaban los fondos, el corral, el gallinero, la huerta, las pesebreras y los cuartos destinados a la gente que traía de las estancias abastos y provisiones para varios meses.
En muchas casas, se carneaban reses en el corral.
El duende merodeaba en las cocinas y despensas; escondíase en los tunales y silbaba a los que iban al corral; dormía entre las petacas de cuero crudo, en zarzos y altillos; y aun a las veces poníase a frangollar en el mortero, a media noche.[64]
Un anciano señor, ya chocho, y además célebre por sus mentiras, solía contar a sus relaciones—en alguna tertulia íntima de barrio, cabe la estufa monumental del comedor,—los trajines y fechorías del duende.
—Una vez—decía el anciano,—determiné mudarme de casa con mi familia; pues el duende no nos dejaba en paz. Apedreaba a hurtadillas a quien quiera que entrase en la huerta, volcaba las ollas en ausencia de la cocinera, hacía pudrir el charqui y engusanaba los quesos del zarzo... Habíamos trasladado a la nueva casa muchos muebles, cuando entré una tarde en la despensa para ver lo que todavía quedaba por acarrear. En esto se me presenta el duende, cargando el mortero, y me dice, con tamaño descaro:
—¿Y a dónde nos mudamos?...
Era un hombrecillo enano y cabezudo. Provenía de algún ignorado infanticidio; o era el alma de un niño muerto a los siete años, sin bautizar.
Usaba enorme sombrero y tenía una mano de fierro y la otra de lana. Aparecíase a los malos y desobedientes, a los pendencieros y mentirosos, y les preguntaba entonces, con potente y ahuecada voz:
—¿Con qué mano quieres que te pegue?... ¿Con la de hierro?... ¿Con la de lana?...
Y al vivo que elegía la de lana, le asentaba terrible mojicón con la contraria.
El duende era compadre y amigo del gato. Nadie sabe si el par de ojazos fosforescentes que vió en la noche serían los del duende o los del gato. Que también[65] sucedía que el duende, convertido en gato, se echaba a dormir en el rescoldo del fogón.
Apadrinaba él, solícito, las gangolinas y grescas de los tejados, que, en noches de luna, ponían en la mente de los desvelados, terrores de la otra vida.
Caminaba con pesados y resonantes pasos a deshora, en los corredores, como si un grueso pisón golpeara los ladrillos.
Había, sin embargo, un medio para librarse de él. Sabido era que su finísimo olfato no toleraba los ingratos olores. Y quien quisiera andar seguro de noche, había de llevar preparada en los bolsillos cierta porquería...[66]
Por todo el valle de Lerma se creía en la viuda; pero es cerca de la ciudad donde he recogido la leyenda de boca de unos indígenas.
Las supersticiones tienen, como característica, esa indeterminación de las versiones anónimas. Y asumen, según el sujeto que las refiere, contornos más definidos y reales, o se diluyen y esfuman hasta no ser más que una idea fantástica o una emoción de misterio.
Ignoro si sea ésta una leyenda salteña de origen y si el decir vulgar: "salirle a alguno la viuda" se usa en otras provincias, como aquí, para denotar el contraste imprevisto con que topamos en una empresa inadecuada a nuestras fuerzas.
Pero abandonemos los circunloquios y oigamos al indio viejo que me la contó:
"Una noche tormentosa y muy oscura, cuando yo era muchacho, el patrón me mandó a La Isla, con un recado urgente para don Nicanor Vallejos.
La Isla es una finca, a legua y media de Salta, entre el río Arias y el Arenales.[68]
Yo conocía bien el camino, que no era de coche, como ahora, sino una senda angosta que atravesaba pequeños bosques de tuscas y algarrobos, harto tupidos a trechos.
El terreno es bajo y pantanoso y en algunas partes había que ser baqueano para no hundirse en los fangales.
Aunque nunca he sido flojo para las cosas de este mundo, no me sentía entonado para las del otro aquella noche, lo confieso. Así que en mitad del viaje, y en un punto en que más cerrado estaba el monte, al caer la senda a un bajío, puse el caballo al tranco y empuñé el cuchillo, que lo llevaba en el guardamonte, colgado de la vaina.
Al acercarme a unos sauces llorones que están ahí todavía, de un costado del camino, donde principia la bajada, se me atravesó como sombra un perrazo negro...
El caballo se avispó, bufó; y se pegó una tendida que casi me larga de hocico.
Por serenarme, mordí la hoja del cuchillo, la hice "tincar"[2] en los dientes y me afirmé en el apero, tiritando... En esto, ya sentí que un bulto me saltaba a las ancas y me echaba los brazos al cuello.
El caballo, entonces, mandó un par de patadas, se estremeció enterito, y se agachó a la furia, como alma que se la lleva el diablo.
Así salvé el pantano. Y apenas gané la opuesta banda, un alarido fiero y triste como llanto de mujer rajó la noche y se apagó en el monte...
Y fuí a sujetar en casa de don Vallejos.
Tuvieron que bajarme del caballo. Me manaba, del sofocón, sangre de las narices.
Esa había sido la viuda, pues, señor... Diz que así se presenta. Que a ocasiones en forma de perro negro o de pájaro; a ocasiones es un burrito que está como pastando, al disimulo... ¡Y no bien lo ventajó el jinete, ya también se le trepó en las ancas y le echó los brazos!"[70]
Es una leyenda del bajo pueblo que va perdiendo su cariz fantástico.
Evocad el Salta de sesenta años atrás, con su pobre y pesada arquitectura colonial; con sus tejados de alero volado a la calle; con sus enormes portales cuadrados y recios; con sus altas veredas, entre cuyas lajas desiguales brotaba el pasto del campo; con sus hondas y tortuosas calles de piedra bola.
De noche, ardía en las esquinas del centro un candil de sebo. El sereno, encargado de varias manzanas, pasaba lentamente, cantando la hora y el aspecto del tiempo.
En las casas donde había quedado alguna luz, revoloteaban encandilados, sobre los anchos patios, murciélagos errantes y siniestras lechuzas.
La vida estaba llena de incertidumbres y peligros. Las guerras civiles llevábanse mucha gente a otras provincias. Los largos y penosos viajes a Chile y al Perú, que los jóvenes de la mejor sociedad emprendían, arreando[72] valiosas recuas de mulas y caballos, dejaban en invierno los hogares huérfanos de esparcimientos familiares.
A la terquedad del carácter español, a la intensa religiosidad de la época, a la constante zozobra de la ausencia y la espera, que hacían monótona y solemne la existencia, sumábase en los largos conticinios el horror de las iglesias, cuyos atrios y recintos servían de enterratorio a los decentes.
Sólo en aquel ambiente melancólico pudieron formarse leyendas como la de la mula ánima.
A media noche se le aparecía de repente, en el panteón de una iglesia, al mulato que volvía ebrio de alguna timbirimba o al medroso y fanático palurdo que ignoraba los peligros del sitio.
Era una mula enfrenada, que arrojaba chispas por boca y narices, y que bufaba, encabritada, sobre el suelo fofo de las sepulturas.
Era un ánima en pena. Y para librarla del purgatorio había que consumar una hazaña fabulosa: había que sacarle el freno a la mula.
Aquel endriago provenía de un pecado sacrílego, pues se lo suponía engendro del cura con su barragana.
Las beatas supersticiosas examinaban con aires de misterio, al salir de misa, al alba, los ladrillos del atrio, donde, a las veces, la mula ánima estampaba su casco de fuego.
En el veredón de la antigua Catedral, que ya no existe, veíase, hace años, una laja que tenía marcada una herradura: era el rastro de una mula ánima.
Camino de "La Soledad", pasando el "puente blanco", en la esquina de un rastrojo y al pie del cerro, está el sepulcro de la Juana Figueroa.
Es el santuario de una superchería popular, con todo el prestigio de una leyenda trágica.
Al borde de una zanja vése un humilde túmulo de adobes, que remata en una ruinosa cruz de palo.
Por sobre la verdura de los cercos míranse las torres y cúpulas de la ciudad, más allá las lomas de San Lorenzo, y en el fondo la azul lejanía de las montañas, que parecen encerrar en un perenne círculo de encanto la inmensidad del valle.
El sepulcro de la Juana Figueroa es el santuario de una devoción torcida y pecaminosa para la ortodoxia del cura; para la bastarda emotividad de la plebe, es un lugar bendito, santificado por el martirio.
Los pobres del suburbio, las muchachuelas palúdicas de los "cuartos" excéntricos, las cocineras de casas pobres, las alcahuetas supersticiosas, acuden todos los lunes[74] a depositar como voto ante la milagrosa heroína, una vela de sebo, un medio boliviano, un corazoncito de plata.
De día y de noche, arde continuamente en el sitio un centenar de velas. Para que el viento no las apague, la devoción, prolija, resguarda las fervorosas llamas, bajo un abigarrado techo de latas de tarro.
Es una peregrinación anónima, pero obstinada y constante. Nunca se encuentra en el lugar bendito esas aglomeraciones un poco profanantes de la multitud. Cada cual a su hora, en un momento de angustia, de miseria, porta su ofrenda. Y sólo la muchedumbre de las velas patentiza la zozobra de las almas.
A veces, al atardecer, vése llegar por el "carril" de "La Soledad" alguna mujer del pueblo, demacrada y enferma, con una criatura en brazos. Camina por la tierra polvorienta arrastrando la pollera, que al andar se pliega sobre los talones con blandura de harapo.
Cuando está segura de que no la observan, se acerca al humilde túmulo, se arrodilla y ora en silencio.
Después ofrece una vela encendida y se aleja a pasos largos.
En aquellos parajes vivía, hace treinta años, un pacífico mulato carpintero, casado con una joven mulatilla, bonita y alegre. Tenían un hijo.
El hombre se marchaba temprano al pueblo, donde tenía el taller. La mujer y el pequeño lo esperaban hasta la hora de la comida.[75]
El hombre trabajaba mucho, pero ganaba poco; apenas para vivir.
La esposa soportó bien durante el primer tiempo de casada la escasez de medios, halagada por el cariño al hijo y el amor del hombre.
Alentaban la esperanza de poder un día salir de aquel lugar sombrío, enfermizo, vecino de la "zanja del Estado" y del panteón, aislado entre un monte de algarrobos, melancólico en sus largos días y sus desolados atardeceres. Pensaban irse a vivir al pueblo. Y así, pensando, se pasaron los meses.
La mujer fué cambiando, poco a poco. En ausencia del marido frecuentaba el trato de algunas comadres y vecinas que tomaban mate a costa de la ingenua mujer del carpintero.
Varias veces, al volver del pueblo, el hombre no había encontrado a su mujer. Pero entonces habíala esperado, habíala recriminado con dulzura, para entregarse a los íntimos deleites del pobres hogar y al encanto del pequeño.
La mujer, confiada en el ascendiente que ejercía sobre su marido, nunca hizo mucho caso de sus reclamos. Y pronto las amigas la atrajeron a las borracheras del arrabal, donde la estúpida galantería del "tomo y obligo" afloja las vacilantes austeridades y da al traste con la compostura y decencia del artesano.
El carpintero jamás quiso acompañar a su mujer a tales diversiones, y la dejó ir sola, cediendo a las instancias de las amigas y a las seguridades de una fidelidad probada asaz duramente.[76]
Y cuando el hombre vió al fin mermado aquel cariño, y cuando supo en el pueblo—él, el último,—la traición de la hembra ingrata y tornadiza, se dejó llevar a la deriva de la suerte, con la indolencia fatalista de los débiles y quiso, todavía más ciego, el caro amor que se le escapaba, aferrado a la ilusión de reconquistarlo de nuevo, todo para sí. Y fué manso, tolerante, imbécil; bueno como las tablas de fragante cedro que pulía en el taller. No dijo nada...
Pero al volver del trabajo, una tarde, una vecina le contó que su mujer había pasado el día, en su propio hogar, con otro hombre. El carpintero llegó a su casa taciturno, pero tranquilo y amable como de costumbre. La mulatilla lo recibió en sus brazos.
El hombre le propuso dar un paseo. La mujer lo siguió, y marcharon juntos, también el chiquillo, de la mano de su madre.
Fueron hasta el "puente blanco", por el camino de "La Soledad".
Se sentaron en el poyo del puente.
El hombre no hablaba. No podía tampoco, aunque quisiera. Sólo acariciaba los crespos cabellos de la mulatilla, bonita y alegre.
Empezaba a oscurecer. Era un crepúsculo de otoño, lloviznoso y gris. Levantábase al espacio el chillido inmenso, crepitante de los grillos. A largos intervalos iguales cantaba un crespín en la arboleda. Venía lenta, en el viento, la voz baja y solemne del campanón de San Francisco. Algún "ataja-camino" revoloteaba agorero en la penumbra; y bajo el arco de piedra del puente,[77] ya ruinoso, abríase, entre las malezas, el reposo de las aguas paradas, sin vida, sin reflejos, hondura lóbrega, insalubre, hedionda...
Ante el mutismo prolongado del hombre, la muchacha estuvo un instante sorprendida; luego alarmada e inquieta.
Ella lo habló, lo interrogó, trató de explicar algo.... él, acercándose mucho, la miró en los ojos hasta el alma.
Al verle así, la mujer, por la primera vez, le temió. El la estrujó, brusco, colérico. Ella gritó. Quiso fugarse, abandonando al hijo.
Pero el hombre la alcanzó, la pilló, le ajustó las manos crispadas sobre el cuello, y la ahogó sin misericordia.
El hombre, al huir con el hijo en los brazos, oyó tras sí lamentos y gemidos. Entonces, ensañado, volvió a la carga, y empuñando un fierro hallado por ahí, le machacó la cara, le reventó el cráneo, y la tiró después sobre las aguas muertas de la zanja.
Así fué el asesinato de la Juana Figueroa.
¿Por qué venera el bajo pueblo su memoria? Porque fué—dice,—una santa mártir. Y es que el delito de adulterio no existe en la promiscuidad monstruosa de la chusma.[78]
Hay en la vida del anciano ilustre, cuyo fallecimiento ha conmovido a la sociedad de Salta, una singular contradicción entre las íntimas tendencias espirituales que lo solicitaron, y la elevada misión pública que desempeñó.
El sacerdocio es, o al menos debe ser, una función militante.
Exige el ejercicio de las cualidades positivas del carácter; el fervor de la prédica; el espíritu de lucha, de propaganda y de polémica; el conocimiento de los hombres; el continuo trato con el mundo; la fulminación del mal y del error. Así, el tipo del sacerdote es Iñigo de Loyola.
Pero monseñor Linares fué, más que un sacerdote, un asceta, en la medida que su destino se lo permitiera; y más que un apóstol, fué un santo.
Su carácter jamás se avino con su cargo. Y, por la[80] sola fuerza prodigiosa de la virtud, el hombre era superior al cargo.
Se impuso, quizá sin quererlo, seguramente sin ambicionarlo, a la alta estima y consideración de su grey y de su pueblo, por el ejemplo más que por la acción; por la tolerancia, más que por la represión; por el amor y la templanza más que por el mando. Su notable política resultó, así, una consecuencia de su temperamento, no una obra de su cálculo.
Y aquel justo vivió, sin duda, constantemente perplejo entre su Ideal cristiano y sus ineludibles obligaciones de gobernante.
La acción acaso sea incompatible son la santidad.
La equidad, la justicia, la virtud, no son sino eternas aspiraciones al bien absoluto. Procurad imponerlas entre los hombres como ley, y los bajos intereses de la vida os rechazarán, como a Jesús y como a Sócrates. Desde tal punto de vista, todo juez es injusto, y todo apóstol es exclusivista...
Abstenerse de fallos definitivos; rehuir a las implacables condenaciones; renunciar, por amor a la verdad, a la posibilidad de equivocarse; olvidar la perpétua contradicción entre lo real y lo ideal, atormentado por el temor de ser alguna vez injusto o inhumano; buscarse, esperar en silencio, más allá de la mezquina existencia mortal el advenimiento del Reino de Dios: he aquí el ideal del asceta, es decir, del justo, del santo, del puro cristiano.
Y en épocas de discusión, de examen, de transmutación de valores morales, este tipo superior de religioso[81] es tanto más admirable, cuanto menos posible en la moderna sociedad.
No consultará, acaso, como pastor las necesidades materiales de su causa, ni dará a su misión el esplendor de un principado, influyente y mundano; pero será, como hombre, un alto exponente de la dignidad humana, toda vez que el Ideal marque una meta de perfección a la conducta.[82]
El erque es una flauta travesera de caña, larga hasta de tres metros, que remata en una bocina arqueada de cola de vaca unas veces y otra en un gran cuerno.
Desde la embocadura hasta el punto en que se apoya la mano, la flauta va forrada de unos listones de suncho amarrados con hilo de lana. Así se asegura la rigidez del instrumento y se le aisla un poco del contacto para que vibre mejor. Es de industria indígena y la fabrica a su gusto el mismo que la toca.
Usan el "erque" los naturales de las quebradas y altiplanicies andinas, pastores y leñadores que salen de madrugada para los cerros, caminan el día entero por abras y breñas y a la tardecita vuelven tocando el "erque" con la majada delante y el haz de leña a la espalda.
La naturaleza sin el hombre que la puebla es cosa muerta. La poesía de la montaña no sólo radica en la grandiosidad agreste del paisaje, en la blandura lejana de las nieves, el salvaje rodar de los torrentes, o el florecimiento encantador del amancay y la berbena.[86]
Sobre todo eso que es tan hermoso, hay algo más hermoso todavía, porque nos ayuda a interpretar y a sentir; y es el hombre: el indio, hijo de la tierra, su hechura y su trasunto y su emoción.
Podrán las gentes de sangre europea vivir cien años más en estos montes, y aun amar la tierra que conquistaron los abuelos españoles; pero el secreto vínculo del suelo con su raza, nos estará vedado hasta quien sabe cuándo: acaso para siempre.
No estamos hechos de la misma sustancia que nutre el amancay y la berbena; no conocemos el semblante de cada rincón de cielo en cada valle; las humildes hierbas de los campos no alivian nuestros males; los cóndores no vienen a saltear nuestros rebaños en las cumbres; no sabemos cómo se corta una quirusilla en un despeñadero sin que se enoje el cerro; jamás podríamos cazar una vicuña con la mano o con un simple hilo; nada nos dice de antiguo y legendario el eterno zumbar del viento en los cardones; somos intrusos en esta tierra sagrada de razas milenarias que se extinguen; la naturaleza nos es casi hostil; el indio, su primogénito, desconfía siempre del blanco metalizado y codicioso.
Una noche de luna yo comprendí todo eso. Fué en el campo.
Un indio bajó de una quebrada con su perro. Venía a vender su leñita en el caserío. Bajaba tocando el erque.
El, al toparme en su camino, se calló, pero yo le rogué que continuase.
Y a la vera de un arroyo, en la honda quebrada,[87] mientras rielaba la luna por el azul infinito, el erque largó a los vientos su música salvaje.
Pero aquello no es precisamente una música. Es el origen de la música. Es la congoja humana ensayando en un rústico tubo el ritmo de su primer estremecimiento. Es el gemido transformándose en acorde.
Escuchándole de cerca se percibe el ¡hen!... penoso del llanto: En la embocadura de la flauta se siente sollozar al indio; en la bocina se siente la vibración profunda del sollozo. En la embocadura es aun la emoción, el alma individual del indio; en la bocina es ya el alma de una estirpe que muere.
No puede darse una música más orgánica, más expresiva, más conmovedora en su crudeza.
El indio toca de pie, con la mano izquierda sostiene la caña por la embocadura, con la derecha la mantiene de través, estirando el brazo.
Según la nota, la flauta sube o baja, o va de un lado al otro. Es una esgrima particular. Si la nota es grave, la tosca bocina se abate rasando el suelo, abarcando con mayor o menor lentitud el aire, según lo requiera la intensidad del tono. Si la nota se aguza, si va subiendo, la caña va levantándose en amplio círculo, hasta apuntar al cielo; y la nota se refuerza en sonoridad cuando se opone al curso del viento.
De esta suerte, la tierra madre y el aire fiel participan, ayudan, alientan, dan cuerpo al grito del corazón; acogen el íntimo dolor del hombre, se lo apropian y lo difunden en alas del eco por las concavidades de la montaña.[88]
Y mientras el hombre toca, el perro se aduerme a sus pies, como arrobado en la misma tristeza del amigo.
El indio es un viejo de puro tipo incásico. Está vestido con el burdo cordillate de los telares montañeses, calzado con la ojota ligera del pastor, cubierto con el amplio sombrero blanco de ovejón del lugareño. Nada en esto es exótico. En cada detalle hay el sello de una tradición y de una raza.
Y al conjuro de esta música tan genuinamente amarga, parecen despertar en los senos desiertos de la montaña los genios tutelares de un pasado remoto y desconocido, el espectro inconsolable de los guerreros-pastores, vencidos y conquistados, que vagan por las abras al blanco y melancólico fulgor de la luna.
El Serapio Guantay era puestero de cabras en el cerro del Remate, en el fondo de la quebrada del Río Blanco. En lo alto de una meseta de aluvión cortada a pique por las crecientes, estaba el rancho, humilde y rústico, semejante a una pequeña mancha parduzca, perdida en la verdura agreste del paisaje. En aquel sitio la quebrada se encajona entre desfiladeros bordeados de queñoas y de alisos, el declive se pronuncia, y el torrente salta sobre un cauce de pedrones desiguales, pulidos por el eterno trabajo del agua.
Dos cuadras más abajo, al borde casi del talud, alzábase el ranchito de la Leona Abracaita, la vaquera, la ahijada de la adivina, vieja harpía que curaba por secreto, hacía quesos y sembraba papas en un bolsón del cerro.
Para la Candelaria, para San Juan y la Pascua, y aun si había velorios y casamientos, la bruja y su ahijada bajaban a los caseríos y negociaban sus productos. Hospedábanse en casa de alguna comadre, junto al camino[90] por donde van las remesas de Chile. Juntábanse allí las mujeres y los barraganes y al monótono toque de la caja, se entregaban por días al holgorio del baile y de la chicha.
El Serapio Guantay era zamarro como el venado arisco que nace en las abras. Dos o tres veces al año se presentaba en la "sala", para frangollar su abasto de maíz en el molino y rendirle al patrón la cuenta de las pariciones, que se las repartían por mitad, conforme al uso de las fincas.
Huraño y taciturno, poco se daba el Serapio con sus vecinas únicas. Y para su vida frugal de pastor era bastante el avío de harina tostada, la chuspa de coca y el locro chirle que se cocinaba él mismo, avivando el rescoldo, al caer por las tardes a su rancho.
Encerraba sus cabras en el corralito de pircas, tumbábase al calor del hogar en el suelo limpio, y se dormía como tronco, hasta que lo despertaba el fulgor del amanecer.
Ninguna extraña inquietud venía a turbar su montaraz adolescencia, y no conoció más fiestas que el retozo bellaco de las cabras, el brillo del padre sol y la matinal algarabía de los pájaros.
Pero una tarde la Leona y el Serapio se toparon, como al acaso, en una mesada. La vaquera apacentaba su ganado; andaba el pastor cuidando el suyo. La vaquera iba hilando un vellón, girando en el aire la rueca. El pastor llevaba el avío a la espalda y la honda en la diestra.
El azar los puso cerca; el instinto los juntó.[91] Y en el filo de una loma, sobre el pastizal oliente a berbena y anís, la india, más aviesa, lo inició al indio, más ingénuo, en el raro misterio que cumplen las cabras y las vacas, que trajina el polen en las patas diminutas de las abejas, que puebla el soto de inquietas y esmaltadas mariposas, y que hace cada primavera florecer el amancay blanco y la begonia escarlata entre las breñas.
Desde aquella tarde los dos indios volvieron a encontrarse siempre, y juntos divagaron por los cerros, descubriendo el encanto de los callados sitios, oyendo al eco repetir sus gritos en las altas barrancas, mirando rodar por los precipicios las gruesas galgas que aflojaban al borde, triscando a la par de los chivos en las paradas laderas, o escondiéndose a veces de algún viajero que cruzaba, allá abajo, en su mula, el áspero pedregal del torrente.
Y cuando vino el carnaval con sus jineteadas y sus zambras y su chicha de oro; cuando vino el carnaval con el boato de sus cintas multicolores y el monótono retumbo de sus cajas y la música doliente de sus largos erques, el Serapio tras la Leona bajó para el caserío.
Pero la Leona, inconstante como buena hembra nómade, se mezcló en las borracheras con otros mozos más churos y más ricos; y el miércoles de ceniza, muy al alba, lo hallaron al Serapio los peones de la finca, tendido boca abajo, borracho, a la orilla del camino.
El indio se marchó esa mañana al puerto del Remate. Se fué cantando, embrutecido, con el acerbo[92] amargor del primer desengaño en el pecho, sonándole en las orejas todavía el compás de la caja y una copla:
La vieja adivina maquinó sin duda, con sus malas artes, contra el pobre pastor en la parranda; y en adelante la Leona tuvo compaña y hubo en el rancho quien pudiese labrar con más vigor que la vieja los sembradíos del cerro.
Pero el Serapio Guantay era zamarro como el venado arisco, obstinado como el toro, astuto como el puma. Tenía en los ojos mansos la pasividad, y en el corazón y en el músculo dormida la fiereza ancestral de la raza...
Y como se alza la bestia herida, se alzó él a los cerros, para errar cantando por las cumbres la estrofa alegre, mirando siempre en el fondo el ranchito de la Leona:
La quebrada, casi seca en invierno, despliega en verano[93] todo el lujo de su flora tropical. En días despejados el sol ardiente, blanco, violento, pone en las herbosas laderas ricos matices de fiesta.
Pero en horas de tormenta la quebrada se vuelve sombría y amenazante bajo las nubes plomizas que el huracán empuja y hace encallar en las cimas. El rayo parte las peñas metálicas como a golpes de hacha; las laderas empapadas se desbarrancan con estruendo en los cañadones; el viento retuerce y quiebra los frágiles alisos y las fornidas tipas; el oscuro cielo se desfonda en lluvia, y el agua rápida, enloquecida, elástica, socava las peñas y arrea cauce abajo piedras enormes que son para el torrente ligeras como la arena para el embate de la ola.
Y en una de esas noches espantosas en que el fragor de la tormenta sacudía las montañas, el Serapio Guantay, frente a su puesto del Remate, se puso a forcejear con un monolito que vacilaba en su quicio, carcomido por el agua.
El indio volcó la piedra. La corriente, desbordada, cambió de madre. El aluvión tapó más abajo el rancho de la bruja. Y el sol ardiente y blanco del siguiente día iluminó con resplandores de fiesta el lujo tropical del paisaje solitario y desierto.
Han transcurrido muchos años. En el lugar donde se alzaba el rancho de la bruja hay una cruz. El puesto del Remate es una ruina. Y a veces, andando en[94] noche tormentosa por el lugar, a la cárdena luz de un relámpago, el viajero ve un hombre que, de pie sobre una peña, alza los brazos como en una pavorosa imprecación de duelo.
Dicen algunos que no es más que un árbol seco, una rugosa queñoa: para muchos, es aún el genio trágico de una venganza, el fantasma inconsolable del pastor.
Quince leguas adentro del Rosario de la Frontera, en viaje a las Mercedes, hicimos alto para almorzar en un puesto que estaba en una falda, en pleno monte, al otro lado de un arroyo, que costeaba el camino. El dueño, un gaucho de tipo morisco, nos acogió con toda clase de atenciones. Además, como la subida a la casa presenta ciertas dificultades para unos compañeros míos que venían en araña, el gaucho le gritó a su hijo, luego de hacernos pasar a la cocina:
—¡A ver, muchacho! Mostráles el camino a esos señores. ¡Y te has de sacar el sombrero!
Y mientras de pie, en el patio completamente barrido, comíamos un asado a la caucana, gozábamos del sabroso y chispeante decir de nuestro huésped. Burlábase él de la porfía de las gallinas que picoteaban las migas de pan en medio de nuestras piernas; reíase de los perros flacos y garrapatientos, que lamían ávidamente el sebo de los guardamontes recién sobados, y amenazaban quitarnos la comida de las manos.[96]
—¡A ver, muchacho!—gritó el gaucho.—¡Agarrá pues esa lonja, pegáles una variada a los perros!
Enarboló el muchacho la lonja, volaron cacareando las gallinas al algarrobo y al techo del rancho, apartáronse rehacios los perros hasta el guardapatio, y el gaucho reanudó su pintoresca charla, sentándose en una robusta silla de tientos (tiras de cuero crudo), bajo el aro donde charlaba sin cesar el loro, excitado por el repentino bullicio de la casa.
Por el patio se arrastraba un chico inválido, tullido.
—¿Qué tiene este muchacho?—pregunté.
—Si así no más ha quedao, con media res cáida, desde un empacho.
Bajo la ramada que cubría la única puerta del rancho, envuelta en un negro rebozo, acurrucada en su catre de tientos, la abuela padecía una jaqueca implacable. Nosotros le dimos unos sellos de aspirina y al rato mejoró.
Al tiempo de irnos hubimos de discutir para que el gaucho nos aceptase paga por el caldo y el breve hospedaje. Se mostró agradecido por algunas pequeñas provisiones que le dejamos. Dijo que él no podía correspondernos de otro modo que no cobrando.
Esta generosidad del fronterizo contrasta con la tacañería de los indios de la quebrada del Toro y de los valles calchaquíes, acaso porque las exigencias de la vida agrícola y precaria de las montañas aguzan en el incásico un sentido de la economía, que el gaucho, exclusivamente pastor, mejor favorecido por el clima, no posee.
Una mañana salimos en busca de una anta que paraba, según decían, como a seis leguas de la casa. El animal había sido notado hacía poco, en los dominios del puestero ño Ventura. Este debía guiarnos monte adentro, al capataz y a mí, hasta dar con el anta, lo que no resultó tan sencillo. Me facilitaron una cabalgadura gaucha, incluso guardamontes, cuchillo y coleto; tres cosas sin las cuales no hay tampoco gaucho[3]. El guardamonte protege las piernas, el coleto el cuerpo, el cuchillo la cara del jinete, contra la maraña, espesísima y brava a veces. Además el gaucho, para correr en el monte, se cala guantes de cuero fabricados por él mismo, y un sombrero retobado de cuero por toda la copa. Para ver mejor es preciso abotonar sobre la frente el ala en la copa del sombrero; esto es chotearse el ala. Así armado, sin olvidar el barbijo, el gaucho[98] arremete a todo galope por la selva, seguido por los perros, si tiene que repuntar hacienda o pillar un toro enmoscado.
A ño Ventura le ofrecimos un winchester de los que nosotros llevábamos; pero dijo que él no necesitaba de garabinas, y que para armas, su cuchillo y su lazo eran bastantes.
Entramos en la quebrada de los Noques por una senda que había que desbrozar en parte a cuchillo, pues sólo la frecuentaba el ganado. La senda, bajo un palio de enramadas, costeaba el arroyo, cruzándolo de trecho en trecho. El bosque permanece verde todo el año, vivificado por abundantes manantiales que sueltan desde los cerros su agua clara y rica. A medida que nos internamos en la quebrada, se presentan con mayor frecuencia grandes extensiones sombrías cubiertas de enormes helechos, tan altos como nosotros a caballo. Se percibe el olor particular del humos. Las plantas parásitas cubren todos los troncos y todas las ramas; todo lo invaden los helechos, los musgos, las enredaderas. Una quina gigante se abre paso hacia arriba, hasta dominar con su copa la sombría espesura. Un cedro ancho y rugoso oprime como un abuelo, entre sus recias rodillas, el tronco blanco y fino de un chalchal. El arrayán, generoso, difunde su grato olor. Las tipas, sociables, siempre en grupos, son las centenarias matronas del bosque. A veces, sobresalen del suelo blando, que suena a hueco, ásperos filos de roca, lobanillos geológicos, dura osamenta de la selva. Cien metros en torno, sólo se mira un entrevero de tallos verdes[99] y de hojas, por donde se filtra intensa la luz del sol. Andábamos escuchando. Ningún rumor, ningún sonido lejano hacía suponer en el monte la presencia de animal alguno.
Si hacíamos un alto, los perros, conscientes de nuestro sigilo, habituados al acecho, husmeaban cautelosos y paraban las orejas, conteniendo el aliento.
Habíamos andado así media mañana, quebrada arriba, por las ensenadas de bosque de una y otra margen, cuando sentimos achar los perros, una cuadra delante, en un grupo de tipas. Preparé el rifle, apuré el caballo, me metí en el monte, perdí el sombrero; me picó una ortiga brava en un dedo, y al fin llegué donde ladraban los perros. ¡Era una pandilla de monos!
Me descolgué temblando del caballo, rodé por una ladera hasta una zanja enlodada, y empecé a escupir balas.
Hice más de treinta tiros sin matar nada. Entre tiro y tiro los monitos me espiaban agazapados, abrazados a los gapos, y emitían su gritillo particular de aflicción. Los vi dar saltos prodigiosos y desaparecer entre las lianas, mientras los perros se hacían pedazos en las espinas, al tratar de alcanzarlos. Era una familia de cebús fatuellus, o mono de los organistas, especie muy abundante en Anta y en todo el Chaco salteño.
Estos monitos se alimentan en invierno de una planta epífita de los grandes árboles, llamada carda por los gauchos. Contienen estas plantas agua en la base de las hojas. Hallando pues, comida y bebida en las copas de los árboles, los monos jamás bajan al suelo por su gusto.[100] Y así, de rama en rama caminan leguas, monte adentro, sirviéndoles de puentes las intrincadas lianas que ligan las copas de los árboles.
A propósito de los monos, ño Ventura me contó lo siguiente: mientras unos peones de la estancia desmontaban un rastrojo destinado a maizal, en pleno bosque virgen, los perros descubrieron a cuatro monitos en un grupo de árboles que los hachadores dejaran aislados del monte. Ante la furia de los perros sitiadores del reducto, los pobres monitos dieron tales pruebas de espanto, que los peones se compadecieron. Venían presurosos hasta las ramas bajas desde donde, comprobada la gravedad del caso, se encaramaban chillando a las altas ramas. Los hombres, enternecidos por aquellos patéticos gestos, renunciaron a pillarlos, y pusieron en libertad a los monos, ahuyentando antes a los perros.
Después del inútil tiroteo hemos seguido el camino, rastreando el anta. Yo miraba a donde lo veía mirar a ño Ventura, y esperaba descubrir de improviso los ojos negros de una corzuela asustada, brillando con salvaje curiosidad entre las hojas; o creía ver en las cortezas recién lastimadas el rastro de algún león, y lo buscaba entre los yuyarales, donde lo sospechaba agazapado. Y observaba en ño Ventura que iba delante, la completa identificación, la compenetración, puedo decir, del gaucho y la selva. El la auscultaba cauteloso, hasta muy lejos; y cuando se paraba a escuchar, ño Ventura tenía actitudes de gato. Sus sentidos descubrían en el suelo, en las hojas, en las ramas, huellas invisibles[101] para mí. Parado en los estribos, estirado el cuello, apoyadas las manos al borde del guardamonte, parecía balconear la espesura. Al paso del caballo, y aun a media rienda, ha adquirido el hábito del cuerpeo entre el ramaje; su cintura flexible se quiebra, su cuerpo repta, deslizándose entre las zarzas con facilidad de serpiente, sin que las piernas, naturalmente apretadas a los flancos, se muevan siquiera, porque va en el caballo encajado más que montado.
Y no hay para qué concluir este relato, si algo gráfico he contado de la selva y del gaucho. Ño Ventura, en una de esas, se apeó y se largó cerro arriba, lazo en mano, cuchillo al cinturón: pero nos fué imposible seguirle a pie. Había encontrado en un cañaveral rastros frescos del anta. Como se estuviese por entrar el sol, me volví con el capataz a la casa. Aquel día habíamos caminado diez leguas en los cerros. Ño Ventura, se presentó, a la siguiente tarde, con el cuero del anta cazada. La encontró—dijo—bañándose en un pozo del arroyo, le echó los perros, dos de los cuales murieron, ahogados. Después la enlazó y la apuñaleó. El cuero es el más fuerte que se conoce, para riendas y demás prendas de apero.[102]
Yo deseaba conocer a ño Cruz Guíez, puestero del Campo Azul. Ayer tarde hemos ido a visitarlo a su rancho. En el patio hemos hallado al hombre, montado en un trozo de árbol, cosiéndole las mangas a su coleto. Muy cortésmente nos ha recibido; nos ha invitado a echar a pie tierra. Después ha soportado con cachaza las bromas de un amigo mío, empeñado en estimular el ingenio del gaucho.
—¿Dicen que usted ha cazado tigres por estos lugares?
—Velay, en ese algarrobo están colgadas las cabezas,—contestó Cruz, mostrándonos un montón de calaveras en que lucían magníficos colmillos.
—No creo que haya tigres por acá,—observó mi amigo.—Estas cabezas deben ser del gato de monte. Los fronterizos tienen fama de contar buenos cuentos...
Pero el gaucho respetuoso e impasible a la vez, con[104] el absoluto dominio de sí propio y la confianza en el propio valer que infunde la vida libre, sonreía dulcemente al percatarse de la intención de las bromas, y no respondía más que a las preguntas en que podría instruir a los amigos del patrón,—hombres puebleros,—sobre las cosas del campo. Nos ha mostrado la piel del último tigre, oreada, recién sacada de las estacas. Medía más de metro y medio del hocico a la base de la cola. Después nos ha explicado ciertos detalles de una cacería.
Un día que salió a campear al cerro, había encontrado los restos de un ternero, mal tapados con tierra y palos por el tigre, que acostumbra esconder la presa. Y algunos días después, Cruz había caído en la huella del bicho, junto con dos puesteros vecinos suyos. Llevaban entre los tres como cuarenta perros, livianitos y con la guata floja. Aquí no se concibe un puestero sin perros. Cualquiera posee diez o doce, brutos la mayor parte, flacos, hambrientos, feos, pero insuperables en los trabajos del pastoreo.
Y a fuerza de rastrearlo al tigre por montes y breñales, al fin lo hallaron los perros, y cuando estuvo empacado de espaldas a un cedro enorme, ño Cruz Guíez le metió en la cabeza una bala de su garabina; una bala, de las dos que consigo llevara; y como el bicho no muriese todavía, hubo de ensartarle el otro plomo en el corazón.
—Esta es la calavera de ese;—decía ño Cruz, mostrándonos el cráneo fresco aún.—Yo le apunté al codillo, pero le pegué en la quijada, aquí. Entonces le tuve[105] que hacer el otro tiro. Pegó un bramido fiero y se tumbó antarca, despaletándome un perrito de un manotazo. Varios perros quedaron, por confianzudos, con las tripas al aire; y otros andan por áhi, lastimados, con la gusanera. A ocasiones el tigre desloma un caschi de un zarpazo. Por esto se deja ver que es animal de mucha potencia. Cuando uno le apunta lo mira frente a frente y a la vez de errarle el tiro, no sé pues lo que le espera al cazador. Cuando brama enfurecido, en la pelotera, acosado por los perros más baqueanos, los cuzcos chicos se sueltan llorando con el rabo entre las piernas y los caballos tiritan, como si estuviesen con la tembladera.
Pero el gaucho no hace alarde de su arrojo. Narra, simplemente, su caso y os invita para que le acompañéis en la próxima batida. No sabe lo que es el miedo. Sus músculos, fuertes como el guayacán, nunca tiemblan ante el bicho, señor de la selva, salteador del ganado; y con la misma tranquilidad con que sonriendo recoge a brazadas el lazo, dispara la única bala de su carabina sobre la temible fiera.
Cruz Guíez es el prototipo del gaucho fronterizo. Alto, de contextura atlética, ingenuo rostro, negros y apacibles ojos, de movimientos fáciles como el gato del monte, y de ánimo alegre, como el cantar jubiloso de las chuñas que en la linde del bosque salvaje saludan el alba.[106]
Serían las 11 de la noche del 13 de Febrero de 1905, (fecha memorable en los anales del crimen), cuando monté a caballo y partí de casa, rumbo a la Calderilla.
Veraneaba en la Calderilla mi amigo U... con su familia, y era yo su huésped y acompañante.
Y digo acompañante, porque no había allí otros pantalones que U... y el paraje es solitario y asaz aislado.
Recostada en la falda de una loma, la casa de U... domina la ancha playa del río Caldera. Veinte cuadras al frente, costeando la banda opuesta, corre el camino a Jujuy. Un espeso bosque de tuscas y algarrobos cubre los terrenos adyacentes al río. Cruzando el de Wierna, como quien va de Salta a la Caldera, el monte se tupe, y hay un largo trayecto deshabitado, guarida frecuente de coyas cuatreros o de malhechores.
En dos ocasiones la sala de la Calderilla ha sido asaltada, aunque, felizmente, sin resultado.
El peligro de un viaje nocturno por la región no es,[110] pues, tan remoto; y sólo la irreflexión propia de la juventud nos vedaba temerlo.
Así, a cualquier hora, caballeros en nuestras estudiantiles jacas, entecas y flojas, pasábamos sin pizca de miedo las playas ásperas y el enmarañado monte.
Luego de atravesar aquella noche, al galope, la ciudad, me sujeté más allá de la estación, y puse el caballo al tranco. Había luna, pero un grueso y oscuro nublado encapotaba el valle de cumbre a cumbre, y sólo a ratos la blanca claridad se difundía por los campos. El ambiente pesado y húmedo amagaba lluvia.
Bien sujeto el revólver al cinturón, me requinté el chambergo para mejor ver; puse un acullico de coca y un trago de ginebra, y añadiendo acullicos a tragos y tragos a acullicos, dime a pensar en cosas indiferentes. Y avanzaba entre el clamor confuso de ranas y sapos y sabandijas, que de los charcos, y de los yuyos y de todos los vericuetos, levantan por la noche en las campiñas su obstinado, infinito vocerío.
Sin otra novedad que algunos perros bravos que me salieron al paso, quedó Vaqueros a mi espalda. En Wierna entré a comprar fósforos en el boliche de Medina.
Reanudada la marcha, y no muy lejos aún del boliche, me sorprendió el galope de un jinete que venía en sentido contrario por mi camino y que, antes de enfrentarme, se precipitó en el monte. Al otro lado del río Wierna me detuve. Un silbido agudo había hendido el aire. El ruido atronador del agua me había impedido apreciar de dónde venía el silbido.[111]
—¿Qué será?...—me dije. Y seguí viaje, algo receloso, todo ojos y oídos.
En aquel momento la oscuridad aumentaba, así es que me costó un poco hallar el camino a la Calderilla, donde el monte es más denso. De cuando en cuando el viento traía de lejos el retumbo de una caja, o el acento salvaje de un canto indígena; y a veces, el mujido melancólico de algún toro perdido en las cañadas pasaba en alas del eco sobre el pavoroso silencio de la noche.
Hubo de hacer entretanto la ginebra su efecto, con lo que a poco me sentí valiente y despreocupado. Así es que no me asustó el bulto de un jinete plantado en medio camino, con quien casi me estrello.
El hombre debía estar dormido, porque lo hablé y no contestó, y borracho además, porque, llegándome a él cuanto pude, vi que tenía inclinado el cuerpo sobre el cogote de su cabalgadura, que era una mula. El animal se había quitado el freno, aprovechando del sueño de su amo; y le quedaba de rienda la piola del bozal enredada a unas ramas. No podía, pues, disparar, aunque lo intentó cuando me acerqué.
Dime cuenta del peligro que el pobre borracho corría, a discreción de una mula mañera, y de a caballo desenredé la piola, decidiendo llevarme al jinete a lugar seguro. La mula, impaciente al principio, concluyó por acostumbrarse al tiro, se olió con mi caballo y se me puso a la par.
El jinete marcaba con descomunales flexiones de cintura las desigualdades del camino. Clavábase de cabeza,[112] a un lado y al otro, y en las subidas se tiraba atrás, como un muñeco, tocando el anca con el sombrero, pero mantenía las piernas apretadas a los ijares de la mula, de lo cual deduje que sería buen domador.
Sin cuidarme poco ni mucho del individuo, yo iba recitando unos versos adecuados a la hora, cuando se me ocurre pararme, para encender un cigarrillo. Observé que el borracho había perdido el sombrero y continuaba echado hacia atrás.—¡Eh, amigo!—le grité al raspar el fósforo.
¡Y entonces, a la claridad amarillenta del fósforo, vi una cara de muerto! ¡Una cara de muerto, ensangrentada, horrible! ¡Una cabellera revuelta en mechones, una boca entreabierta, unos ojos opacos!
La mula, con el fósforo, se tendió de costado y a todo correr desapareció en lo espeso del monte.
Tan grande fué mi sorpresa que me quedé clavado en el sitio. Pero la ginebra, el amor propio y el revólver me templaron la fibra, y logré rehacerme y reflexionar.
Y me acometió una sospecha terrible.—¿Habría habido aquella noche un nuevo asalto en la Calderilla? ¿Sería, quizás, el difunto, algún peón de mi amigo U...? El jinete del boliche ¿sería acaso un asesino que huía? El silbido ¿habría sido una señal de alarma, para avisar que alguien cruzaba el río?
¡En tal caso, me habían espiado y me aguardaba una muerte inminente! Y me imaginé despanzurrado, como[113] es de uso, entre dos lazos echados de improviso, a un tiempo, desde los opuestos bordes del camino.
¡Sí! ¡Ya no me cupo duda! Desenfundé el revólver, y con el ardor de las supremas aventuras, arranqué al trote. Pronto pasé el río de la Caldera. La casa de la Calderilla se presentó a mi vista. ¡Ya oía claramente los ladridos de los perros! Pero en la casa no se veían luces, y este detalle aumentó mi ansiedad.
De repente, sentí por el camino un tropel de galopes, luego un alarido salvaje, y dos jinetes sofrenaron sus caballos frente a frente de mí, cortándome el paso.
Uno de ellos, con ademán calmoso, se tiró el poncho al hombro, sacó debajo una cosa que relumbraba y la alzó en alto.
¡Me eché al suelo en un amén, y parapetado en mi caballo, le apunté a mampuesta! Iba a amartillar mi revólver, cuando el hombre dijo con seca y aguardentosa voz:
—¡Sírvase compañero!—y me alcanzó una botella.
Exasperado, le respondí con una maldición, y montando de nuevo, llegué a la casa, donde mi amigo U... me esperaba.
Díjome que aquella noche había reinado en la casa la más completa paz.
Sin embargo, dos días después, supimos el bárbaro exterminio de la familia Quipildor, perpetrado en un ranchito de Wierna, la noche del 13. El difunto que yo encontré resultó ser don Onofre Quipildor, el jefe de la familia, que había sido amarrado a la mula por los bandidos, con el fin de sembrar el terror.[114]
Los asesinos nunca fueron tomados. Pero es casi seguro que se trataba de una de tantas fechorías del famoso Juan Jiménez, y sus cómplices Polo y Cejador.
Fué la noche del 25 al 26 de Enero.
A través del espeso nublado, se tamizaba, en tenue resplandor grisáceo y uniforme, la luz de la luna llena. A ratos garuaba.
Excitados por el café, agobiados por la miseria y el aburrimiento, compelidos por el deseo de lo insólito, resolvimos excursionar hasta la cumbre del cerro.
La media noche sería cuando empezamos a trepar, paso a paso, por el empinado y tortuoso camino de la quebrada seca que divide al San Bernardo en dos gigantescas moles.
La mojazón de la tierra untuosa y resbaladiza dificultaba más el ascenso, ya de suyo pesado, y a nuestros zapatos la greda se adhería poniéndoles un reborde embarazoso y grotesco.
Hacia la mitad de la cuesta, desde un punto donde la pendiente se hincha en agrio declive, alzándose sobre las cañadas laterales, tenebrosas y quietas, pudimos admirar en la planicie la fantástica simetría de las luces[116] de la ciudad, brillando en el fondo del valle cual las bujías innumerables que en el cuento oriental mostraba la muerte como prontas a extinguirse, al espíritu atribulado del agonizante.
El poeta Peñalva sudaba a mares, lo que no le impedía incurrir en rebuscadas metáforas dantescas, con aquellos sus desmesurados ojos absortos de hipnosis y aquella hirsuta melena aventada por la locura.
Kolbenheyer, jovial, alucinado, irrealista, jadeaba en la ascensión difícil, al aspirar el húmedo vaho de la tierra: el autor de El falso hijo de la Beltraneja reconstruía mentalmente los monstruos terciarios cuyos fósiles tal vez hollábamos, y que poblarían en remotos siglos el paraje.
Llegamos a una explanada donde el camino forma un recodo para ascender en mansa pendiente hasta la estatua del Redentor.
Bajo el denso nublado que tapaba todos los rumbos del horizonte, contemplábamos a nuestra derecha, allá abajo, a través del fino follaje de los cebiles, el resplandor de la ciudad adormecida. Veíamos a la izquierda la hondonada profunda que, a espaldas del San Bernardo, se extiende, boscosa y desierta, sin una sola luz de rancho, sin un rumor de vida, prolongada en inmensa melancolía crepuscular, hasta el valle de la Caldera.
Allí nos detuvimos a descansar. El silencio nocturno era imponente. El diálogo, animado al principio, había decaído hasta el soliloquio.
El poeta Peñalva permanecía de pie, al parecer[117] abismado en la contemplación del panorama. En cierto momento vi que alzaba los brazos y hacía un extraño ademán de vuelo. Parecía un cuervo, inmóvil en la piedra sobre la cual se había detenido.
Kolbenheyer, de cara a la ciudad, acaso pensaba en la leyenda oriental, al ver apagarse, de cuando en cuando, las luces de la lejanía.
Yo me había tumbado en tierra y procuraba localizar en el cielo, a través de las nubes, la posición de la luna.
Transcurrió un tiempo largo, durante el cual no se habló palabra.
Después, me incorporé un poco; Kolbenheyer se había echado a su vez boca arriba. Peñalva seguía de pie. Su silueta inmóvil me impresionó. Me levanté, me acerqué a él. Lo llamé en voz baja. Como no respondiese, lo toqué en el hombro, pero tampoco se movió. Entonces, mirándole los ojos comprobé que estaba dormido: dormido en sueño hipnótico, las pupilas desmesuradamente abiertas.
Mi sensación fué de angustia. He aquí, me dije, las resultas de esa manía de autosugestionarse, de mi extravagante amigo.
En vano Kolbenheyer acudió en mi ayuda. Inútiles fueron los esfuerzos para despertarle.
—Bueno, está enviciado,—dijo Kolbenheyer.—Y como ni usted ni yo sabemos de hipnotismo, dejémoslo aquí hasta que despierte, pues sólo él podría despertarse. Entre tanto vámonos hasta el Cristo, a contemplar[118] la ciudad desde esa altura. Allí tocaremos la campana; quizá con el ruido se despierte.
Accedí, y nos alejamos por el cerrado camino. Así anduvimos largo trecho, sin hablarnos.
La solemnidad de la noche se complicaba con aquel incidente, un tanto raro, un tanto cómico. Dos cuadras más allá, Kolbenheyer, cogiéndome del brazo, balbuceó:
—¿Estaría muerto?...
Aquella pregunta me impresionó vivamente, la emoción ahogó mi voz, las lágrimas me saltaron a los ojos:
—¡Imposible!—dije, aferrándome a la lógica, pero atraído por la violenta fascinación de lo sobrenatural.
Luego, movidos por el mismo impulso, arrastrados por la misma torturante duda, echamos a correr cuesta abajo, para ver al poeta.
Al llegar al sitio donde le habíamos dejado, Kolbenheyer, que iba delante, gritó:
—¡Eh, bárbaro! ¡No está! ¡No está aquí!
Las piernas se me aflojaron. Interrogué con los ojos extraviados al cebilar negro y mudo, y grité a mi vez:
—¡Peñalva, Peñalva!...
Y el eco devolvió las últimas sílabas desde el cañadón vecino: ¡alba!... ¡alba!
Y Kolbenheyer y yo, atónitos ante la piedra que momentos antes sirviera de peana a nuestro loco amigo, nos interrogamos mutuamente, desconcertados.
Habían transcurrido algunos minutos. El silencio[119] era en aquel instante, aterrador. La hondonada abierta a nuestros pies era una sima impenetrable.
Y de pronto, de ahí cerca, de muy cerca, acaso a tres metros de nosotros, del fondo de la maraña tenebrosa y bravía, se alzó en el aire, violó el silencio, un aleteo lento, un chapoteo lúgubre; y un enorme vampiro, un monstruo absurdo como una creación de delirio, se alejó volando.
Arturo Peñalva había muerto.
En el mismo sitio le hallamos descalabrado, al pie de un cebil.
Aconsejo a las señoras mamás que no les permitan a sus hijos salir de caza los domingos por la mañana.
Cuando el niño toma la escopeta y se mete cincuenta cartuchos en el tirador, tenga por cierto la mamá que algún desastre se prepara.
Si alguna vez, lector, te sucede la desgracia de tener un niño, críalo, te lo aconsejo, entre algodones; y cuando le toque ir a la escuela, tú en persona has de acarrearlo, para evitar las malas compañías. Porque es necesario saber de una vez que todo niño es bueno, y que son las malas compañías las que lo echan a perder. A causa de ello empiezan a volverse respondones y desobedientes.
En mi niñez he sido de angelical naturaleza, hasta que en quinto grado escolar contraje amistad con el gringo Burela y el fiero Garnica, par de cachafaces que me enseñaron a hacer la rabona, y a los cuales, dado mi precoz espíritu de emulación, no tardé mucho en sobrepasar.[122]
Con ese nobilísimo compañerismo de la infancia que se fortifica hasta el sacrificio en cuatro barrabasadas hechos de consuno, amaba yo al gringo Burela y al fiero Garnica más que a mis padres.
Mi alma inquieta y ansiosa de libertad sólo hallaba en la casa donde se desvivían por educarme, los odiosos sermones consuetudinarios, las penitencias de narices a la pared, y los coscorrones, agudos como aleznas, de mi madre. Por eso me gustaba la escuela, pues en ella al menos me era dado embromar a gusto. ¡Qué diferencia con el hogar!
Allí reinaba yo, en las camorras de los recreos, compartiendo el botín de trompos y bolillas, con esos dos amigos, bravos prosélitos, cuya compañía hubo de costarme tantas lágrimas.
Llevábanme ambos tres o cuatro años en edad, y el fiero Garnica la cabeza en estatura. En cuanto al gringo Burela, que en paz descanse, ya lo describí cuando relaté su ominoso asesinato.
El hecho es que un domingo, al alba, me escapé de casa para irme con mis dos amigos a cazar patos a la Lagunilla.
Durante los coloquios de nuestras rabonas, habíamos acariciado, desde meses atrás, esta cacería, que asumía en mi imaginación de lector de Calleja, brillantes perspectivas de aventura.
¡Qué hermoso, irse solo al campo, cuando no se conocen todavía ni los suburbios de la villa natal!
Mis camaradas me habían hablado de una vasta extensión de aguas profundas, donde bogaba un bote a[123] vela, y a la que venían a asentarse inmensas bandadas de patos.
Era el fiero Garnica un jastial largo y desgarbado, tutado de viruelas, con una gran frente, elevada y plana como una pared. Habíase conseguido, no sé cómo, una escopeta antigua, de chispa, de un solo caño, amén de un tarro de pólvora y otro de munición gruesa. A falta de tacos de fieltro, nos servirían unos pedazos de papel secante que habíamos de mascar para cargar el arma.
En el camino, la contemplación de aquel vetusto y herrumbrado instrumento, que el fiero Garnica sostenía en el hombro con porte marcial, nos hizo prorrumpir en acaloradas manifestaciones de júbilo.
Un troncho de dulce seco, un poco de pan y otro de queso, formaban nuestro avío, que el gringo Burela sustentaba en la punta de un palo, colgado de una bolsa; esto sin olvidar la sal y los fósforos para comernos los patos asados a la caucana.
Impelidos por la acucia de la aventura, marchábamos de prisa, con el vago temor de vernos alcanzados por la policía, si en mi casa se hubiesen percatado de mi fuga y recomendado mi captura.
El fiero Garnica marchaba a vanguardia. Burela y yo mirábamos con cierto respeto la escopeta, cuyo complicado mecanismo no comprendíamos. Y en la delictuosa escapatoria del hogar, mi instinto de conservación me hacía considerar el misterioso peligro de tales pirotecnias.[124]
Así, andando, andando, al rayo del sol, pronto estuvimos a la orilla de la laguna.
Entonces tuvo lugar la operación de cargar el arma. Burela y yo mascábamos el papel secante. Garnica echó con un cartucho la pólvora por el caño.
Habíamos alcanzado a divisar unos veinte patos. Garnica, muy nervioso, acabó de cargar de un baquetazo. Nosotros nos echamos al suelo de bruces: él avanzó al sesgo entre unos matorrales, agazapado, en un furtivo rodeo estratégico.
Al fin, anhelantes, ansiosos, le vimos enderezarse, apuntar un buen rato, y ¡pum!
¡Fué una hecatombe! La escopeta se partió en dos. La parte de la culata voló lejos, y un pedazo del caño se le clavó en la frente a Garnica. Este, con el feroz culatazo, se cayó de espaldas.
Corrimos, lo levantamos, lo palpamos. ¡No le salía sangre! ¡Tampoco le dolía nada! Al contrario, se reía, ¡y tenía clavada media vara de caño en la frente!
No había que perder tiempo. Antes que le viniese el dolor lo tumbamos de espaldas, y el gringo Burela se le subió encima y le apretó el pecho. ¡Yo me agarré del caño, le puse la rodilla en la frente, hice un esfuerzo terrible y conseguí arrancarle el hierro!
¡Jamás operación quirúrgica dió mejor resultado!
El paciente se incorporó, se pasó la mano por el agujero de la frente, ensangrentada, extendió el brazo y señaló la laguna. En el agua flotaba un tendal de patos.
Y así acabó la cacería.
Hubo que venir al pueblo por un coche. A mí me[125] aplicaron una reprimenda. Al gringo Burela lo sobaron en su casa.
Y al inmortal fiero Garnica, pocos días después lo daban de alta en el hospital del Señor del Milagro. [126]
Andábamos de cabalgata una tarde por las lomas de La Caldera, en el verano del 98. Hallábame enamorado de una preciosa niña, delicada y pura como una azucena. Hacía yo por entonces mis primeros ensayos poéticos, y no preciso declarar que la encantadora chica era la víctima inocente de tales ensañamientos.
Esa tarde de Enero mi amor había levantado presión, y marchábamos paso a paso, a retaguardia de la cabalgata; a la par nuestros corceles, y nuestros corazones al unísono.
Ya no recuerdo qué de cosas le dije, lo cual es una suerte para el lector, que se encontrará harto de leer declaraciones amorosas en prosa y verso.
Viajábamos de Caldera a Calderilla, y, como hubimos de salir muy temprano, contábamos con regresar antes del anochecer. La tarde estaba hermosa. El sol al ponerse teñía los cielos de anaranjados matices[128] y desde la altura podíamos espaciar la vista hacia los remotos horizontes montañeses.
Mientras mi lengua de enamorado infatigable se desataba en melífluas expresiones del más charro gusto, bajaba mi compañera púdicamente los ojos, sin atreverse a mirarme: actitud que después he sabido que en la mujer, a veces, significa; "es usted un tonto".
No digo que la chicuela me tuviese por tal, ni mucho menos, pues su experiencia de los hombres era escasa, pero sí pienso que los requiebros la atormentaban. No hay duda que el panorama le resultaba más interesante que yo.
He dicho que la niña era delicada y pura como una azucena y añadiré que además poseía la exquisita sensibilidad de una mimosa.
Una de sus amigas iba montada en un caballo que acababa de perder por completo la cola en un accidente de carruaje, y la vista de la repugnante y fresca mutilación la aterró hasta el punto de que casi se descompuso de sólo mirarla.
El encuentro de un sapo la producía carne de gallina, y si algún áspero escarabajo venía volando a golpear torpemente su blanquísimo y pulido cuello, gritaba y zapateaba, la melindrosa, a fin de que la librasen del atrevido monstruo.
Yo montaba un caballejo que me prestara un tío mío al comenzar las vacaciones, y aunque el animal era manso y tranquilo como un cordero, esa tarde lo venía sintiendo alborotado y quisquilloso como un potro.[129]
Me había errado algunos cabezazos a la nariz, y con el objeto de reprimir sus intempestivos bríos, y como que yo lucía mi ecuestre pericia, lo espoleaba de trecho en trecho y lo sujetaba, después, de un tirón, con lo que el animal se quedaba un rato quieto. Pero hasta que llegamos al patio de la Calderilla, donde le pegué la postrera soba y una sofrenada magna, el mancarrón no acabó de sosegarse.
Entonces nos tocó apearnos y ayudar a las niñas. Cada cual bajaba su pareja. Cambiábanse saludos de cumplido con los dueños de casa, los que en seguida nos invitaron a descansar en el corredor y a tomar algún sorbete.
Cumplida la galante tarea, me acerqué tirando los dos caballos, el de la chica y el mío,—para atarlos a un poste del guarda-patio, cuando noté que a mi caballejo le chorreaba un hilo de sangre por los labios.
Miro al suelo, busco y, ¡oh cosa tremenda! Mi caballo había perdido la lengua. Este adminículo yacía por tierra, envuelto en polvo. Le habían colocado el freno del revez, al infeliz. El freno le había cortado la lengua.
Mi pobre caballo, mudo, naturalmente, no pronunciaba ni una queja. Mas de sus grandes y lánguidos ojos manaban espesas lágrimas.
¡Oh cruel insensatez, oh ceguera del amor! ¡Y el ridículo que me esperaba si mi caballo se caía muerto! Yo lo observaba, pero él no demostraba dolor. Me quedé estupefacto, con la lengua en la mano, a la[130] espera de un desenlace fatal; y tuve que metérmela de prisa en el bolsillo, pues en aquel momento llegó mi chica, y bajaron al patio los de la cabalgata y dieron la voz de regreso.
Nunca he podido creer en aparecidos ni en cosas del otro mundo, gracias a mi costumbre de buscar con afán, aun en los hechos irresolubles a primera vista, la natural explicación que, en rigor, todo misterio debe encerrar.
Sin embargo, en el fondo de lo inconsciente, el hombre menos supersticioso conserva en forma larvada, como patrimonio psíquico de sus antepasados, un terror instintivo por lo inexcrutable, muy difícil de vencer con la razón, cuando el caso concreto se presenta.
Y bien. Yo he sido víctima de ese terror en la ocasión que paso a referir. Pero, ante todo, haré constar que únicamente lo extraordinario del suceso pudo poner en tan ruda prueba la firmeza de mis convicciones.
El verano del año pasado volví una noche muy tarde a casa.
Me hallaba preocupado con la enfermedad de mi amigo el señor H. que tenía el apodo de Chivo Pedro.[132] Ciertamente, aquel señor de cara morena y larga, cabellos y barbas grises, recortadas en rectángulo, con dos lobanillos en la torva frente y unas manos nudosas como palos de parra, se parecía de un modo alarmante a un chivato. Acentuaban además estos rasgos, ciertas gesticulaciones, y unos resoplidos nasales, cortos y bruscos, a modo de estornudos breves. De donde el inevitable apodo.
Aquella noche venía yo de su casa. Los médicos habían perdido la esperanza de salvarle.
Cuando cerré tras de mí la puerta de calle, con estrépito, el golpe rodó a lo lejos por el caserón vacío. Yo era su solo habitante, pues mi familia estaba en el campo.
Al pasar la puerta cancel me volví, con la impresión de que había alguien en el zaguán. Y no del todo tranquilizado, atravesé el patio silbando, y entré en mi cuarto.
Encendí la vela que estaba sobre el escritorio, me miré al espejo, me quité el sombrero, y observé cómo el espejo ahondaba la obscuridad del patio. Había en este detalle una inquietante obstinación de tinieblas y de silencio.
Me senté a escribir, de espaldas a la puerta, abierta de par en par.
No tenía sueño, y me había propuesto acabar un soneto maldito en que me engolfara la noche anterior. Pero no daba en la tecla. Las musas me abandonaban visiblemente, a mi despecho; y los ojos de la hermosa ingrata que me inspirara, bailábanme en el magín una[133] danza macabra, junto a los ojos saltados del agonizante.
Con la estéril cabeza entre las manos, imaginé que estaba sosteniendo un zapallo.
De pronto, un inusitado aleteo me crispó los nervios. Era un murciélago que revoloteó encandilado en torno del techo, y, rociándome de paso, desapareció con un débil chillido.
La preocupación que hasta ese momento había logrado alejar de mi espíritu, empezó a dominarme de nuevo. Hubiera querido cerrar la puerta. Pero no me atreví a volverme en el sillón giratorio en que estaba sentado. Me asustaba la idea de que el sillón, falto de aceite, se pusiese a chillar.
Sentí entonces que el silencio me agobiaba, me abrumaba, me imponía su mutismo; ese mutismo extraño que nos revela a veces, en las cosas y en los objetos que nos son familiares, un aspecto insospechado y nuevo.
Con el oído absorto, auscultaba los rumores indefinidos de la noche.
Ya no pensaba en nada. Solamente oía.
Una mosca, zumbando torpemente, me pegó en la cara. Y yo escuchaba. El grito estridente de una lechuza errante sobre la casa, me puso el corazón en desórden.
Un papel arrastrado por sigiloso viento cruzó el patio, se estrelló contra una pared y se dobló con ruido desigual.
¡Algo iba a ocurrir! ¡Algo sobrenatural!
Y me suspendí casi en el aire, horripilado, cuando,[134] en ese preciso instante, un presuroso tac, tac, tac, de tacos breves resonó en el patio y avanzó en dirección a mi cuarto.
¡Alguien había transpuesto mi puerta, y se había plantado en media habitación!
Inmediatamente, comprendí yo esto; ¡aquellos pasos no eran, no podían ser de gente!
Luego, con infinita angustia, di vuelta lentamente la cabeza, y miré: ¡un chivo negro, barbudo, diabólico, estaba allí! Inmóvil, me observaba, rumiando con espantosa impavidez.
Sonó entonces un aldabonazo en la puerta de calle. La bestia, asustada, dió cara vuelta, y, con un corcovo prodigioso, desapareció en la sombra.
Otros aldabonazos tremendos me arrancaron del estupor en que me había sumido. Y cuando abrí la puerta, me encontré con el muchacho de la panadería vecina, que venía a reclamarme el chivo de su propiedad, escapado mientras horneaban, por una tapia baja que separa la huerta de casa de la panadería.
Por la mañana, supe la muerte de Chivo Pedro, acaecida esa noche.
El invierno pasado trepaba yo casi todas las mañanas por el camino del cerro, que conduce al Redentor.
Era un excelente deporte que me endurecía las piernas, y que me brindó la ocasión de revolucionar mis nervios cierta vez.
He aquí el caso:
Una mañana iba por el camino, muy despacio, deteniéndome de trecho en trecho a respirar y a mirar el horizonte que la niebla permitía descubrir, y estaba ya en mitad del cerro, frente a la cueva del viejo Castro, cuando vi en un banco, a la izquierda, sentado un hombre.
No me extrañara el encuentro si el individuo no me habla.
—¡Hola, Dávalos!—me dijo.—¿Qué andás haciendo?
Le observé, asombrado, de hito en hito, y ¡oh, prodigio! era el gringo Burela. Pude reconocerlo a través de una capa de roña que lo enmascaraba, en complicidad[136] con unas barbas rubias en despatarro, y una cabellera exuberante y dura como copa de churqui, que irrumpía por un agujero apical del incoloro chamberguito.
Bajo el cachete derecho, hinchado como un túmulo, rotaba lentamente un monstruoso "acullico" de coca.
Dos ojillos verdes, de párpados enrojecidos por el insomnio y el vicio, se asomaban en el fondo de aquella cara patibularia.
Era mi amigo de la infancia, mi antiguo condiscípulo, mi camarada inseparable y vecino de barrio.
Con él hice las primeras rabonas de la escuela normal. Conocía él un escondrijo al pie del cerro, adonde jamás pudo llegar el ojo alerta de Caranchito, el regente, que desde la azotea espulgaba con un telescopio las arrugas del terreno en busca de alumnos vagos.
Con él, con ese gringo Burela, que estaba ahí, habíamos apedreado a los transeuntes escondiéndonos tras el parapeto en los tejados; con él le habíamos prendido fuego a un pobre gato empapado en aguardiente; con él azotábamos a los perros, atábamos a las viejas, manto con manto, en las procesiones; nos farsábamos de los opas que trotaban por la calle, y robábamos naranjas de los boliches; y con él un día concluyeron por fin mis relaciones, previa disputa por un trompo y un ladrillazo feroz que casi me rompe la cabeza.
—Yo voy allá arriba—le contesté.—Y tú, ¿qué te hacés ahora? ¿Qué te hacés aquí? ¿Por qué tienes esa facha?[137]
Sin cesar de masticar su acullico, me respondió en tono cínico:
—Soy socio de Vago Hermanos y Cía...
Luego me contó que él nunca había sentido ganas de trabajar, y que, sin saber cómo ni cómo no, se había vuelto borrachón y perdulario.
—No tengo casa en el pueblo—añadió.—Van dos meses que vivo aquí en el cerro. Duermo en la cueva del viejo, allí enfrente.
Hubo una pausa. Y sacando a brazadas una piola del bolsillo del pantalón:
—Estoy dispuesto a no sufrir más—me dijo, hablando con calma.—Ayer traje esta piola para ahorcarme...
Se puso de pie, vivamente excitado. Me miró de soslayo, y se sorbió un sollozo harto húmedo.
Era el mismo: petizo, brazos largos, piernas chuecas, manos sucias, uñas negras y crecidas.
—¡Cáspita!—exclamé.—¿Y porqué no te ahorcaste ayer?
—No quiero morir de noche,—contestó con melancolía.
Lanzó un suspiro, y declaró que le faltaba ánimo, aunque le sobraban deseos de acabar con sus días. Entonces, un pensamiento diabólico me rozó el cerebro, como una ala negra.
—Hombre—le dije.—Puesto que tu voluntad es morir, yo, amigo, te ayudaré, prestándote la energía ejecutiva que te falta. En efecto, no puedes hacer cosa mejor que ahorcarte. ¡Venga esa piola![138]
Examiné los alrededores. Me convencí de que estábamos solos.
—Ahora a buscar un árbol.
—¡Allí!—respondió la víctima, con los ojos extraviados, señalándome uno. Su acento firme ponía en evidencia su resolución mortal.
Bajamos a la quebradita, subimos por la opuesta ladera, y llegamos al pie de un cebil que se inclinaba sobre rápida pendiente.
El gringo Burela, ansiosamente, divisó por última vez el cielo azul, el cerro, el valle de Lerma; se persignó despacio y tiró el chamberguito barranca abajo.
Con semblante afligido me estiró la puerca mano, en señal de despedida y prenda de gratitud.
Le hice un nudo corredizo en el pescuezo, pasé la piola por una horqueta, me colgué de la otra punta, y el gringo Burela, como por roldana, saltó al aire.
Lanzó un silbido ronco, sacó una cuarta de lengua, se le amorató la cara, se le desorbitaron los ojos, y, tras breve pataleo, pasó de ésta a la eterna vida.
Sereno, até yo la piola al tronco y me alejé del macabro espectáculo.
El ahorcado se balanceaba dulcemente suspendido en el vacío.
Yo había cumplido un deber de amistad.
¿Existen en la naturaleza fuerzas cuyo modo de actuar nos es totalmente desconocido, y cuyos efectos podemos, sin embargo, percibir en nosotros, o en el medio que nos rodea, en ciertas circunstancias raras, o en ciertos anormales estados psíquicos?
¿Hay, fuera del mundo material, más allá de lo que nuestra inteligencia puede someter a medida, una existencia aparte, un modo distinto, un diferente aspecto de lo real?
El que algunos animales posean sentidos cuyo funcionalismo se nos escapa, por ejemplo, las líneas laterales de los peces, parecería, desde luego, confirmar la presencia de tales fuerzas.
Por otra parte, a veces, iguales órganos, en un tipo zoológico, presentan enormes diferencias de sensibilidad, en el desempeño de una misma función. Así, mientras algunos mamíferos son sordos, o poco menos, las mulas poseen una agudeza de oído muy superior a la del caballo. Y aun es de creer que la facultad que el[140] vulgo les atribuye, de presentir los peligros, provenga de un sexto sentido, correspondiente a un orden desconocido de la energía cósmica.
Aparte del natural temor que la noche infunde en casi todos los seres, puesto que les priva de las percepciones visuales, tan importantes en la lucha por la vida, tengo por indudable que después de la puesta del sol entran efectivamente en acción aquellas fuerzas.
Fué a la hora crepuscular cuando la mula de un amigo mío, muy mansa, no se dejó quitar el freno con el potrerizo de la finca; el cual, una hora después caía muerto en la cocina de los peones... ¿Qué vió la mula en la cara del hombre, o qué olió en él, o qué sintió?...
Desde luego, se sabe que el estado eléctrico de la atmósfera cambia del día a la noche, y que estos cambios influyen directamente sobre el mundo orgánico, y hasta modifican el funcionamiento de ciertos aparatos.
Por una flagrante contradicción entre lo que hay en mí de razonador y científico, por una parte, y de instintivo y atávico por otra, nunca he logrado, a pesar de una larga cultura intelectual, sustraerme a la influencia inquietante de la noche.
Sin creerme un cobarde, ni ser un neurótico visionario, confieso que un panteón o un bosque desierto, a media noche, pesan en mi corazón con todas las angustias del presentimiento; y esa prodigiosa bóveda celeste que no acaba nunca sobre mi cabeza, me abisma en un horror increíble al vacío infinito y negro, en el cual, siempre que estoy solo de noche, y a cielo descubierto,[141] tengo la sensación de caer y caer vertiginosamente, boca arriba.
¡Muchas veces se me han erizado los cabellos en tales momentos! ¡Y cuántas he sentido cerca de mí la presencia, en las tinieblas, de algo que no es alguien, pero que existe, que es! ¿Acaso la condensación de esas fuerzas?... ¿Acaso el espectro de las cosas?...
¡Qué sé yo!...
Y bien. Tenéis derecho de reir, vosotros, los sanos y los equilibrados. Me llamaréis loco; pero lo que os voy a contar es tan absolutamente cierto, que a fin de convenceros de mi veracidad, habré de confesaros toda la verdad, toda la triste verdad.
Yo me había enviciado en el whisky, y la coca... y esta circunstancia explica en parte el inusitado suceso de que fuí actor.
En aquella época de mis excesos alcohólicos, una noche, muy tarde, me fuí a dormir, impresionado con la muerte de un pariente que agonizara desde medio día.
(Tengo en mi cuarto un esqueleto, propiedad del colegio nacional, en el que suelo estudiar.)
En cuanto abrí la puerta de mi cuarto, (debo hacer constar que en casa no había nadie), tuve la sensación de la presencia de ese alguien... Con gran cuidado cerré la puerta y encendí prestamente un fósforo.
Al dar un paso hacia mi cama para encender la vela que estaba en el velador, vi que el esqueleto alzaba una mano y la asentaba sobre un libro; uno de los libros que había en la mesa junto a la cual estaba colgado el esqueleto.[142]
Encendí la vela.
Al darme cuenta de todo eso, realicé un poderoso esfuerzo de voluntad para dominar el miedo que me ahogaba; y sereno, impasible, lógico, me propuse llevar el análisis del caso hasta el último límite.
Y pensé: puesto que el esqueleto se ha movido, sepamos por qué causa se ha movido.
Abrí el libro, sobre el cual se apoyaba la mano, que era la derecha, y leí el título: "El crimen y la locura", por A. Maudsley. Conocía yo la obra. Contiene historias de criminales y su estudio patológico. El autor es inglés. Se refiere a crímenes cometidos en Inglaterra y en Francia. El esqueleto era preparado en Francia. Tenía una placa: "Jules Talric, preparador". Sabido es que las prisiones suministran a estos industriales el material....
Durante mi ausencia, ¿habría estado leyendo el esqueleto, en el libro, quizá su propia biografía? Pues según los promedios antropométricos el esqueleto había pertenecido a un asesino.
Sin embargo, mirándole de cerca, me fué imposible descubrir signo alguno de vida en sus órbitas vacías, y comprobé que la caja torácica permanecía trasparente entre las costillas.
Luego, vigilándole siempre, anduve en cuatro pies, mirando debajo de los muebles, a fin de constatar si no sería algún gato el agente del hecho inexplicable.
Formulé la hipótesis de una corriente eléctrica que, imantando de golpe las articulaciones de hierro, hubiese[143] determinado la contracción del brazo; pero mi incompetencia en física volvía inútil la teoría.
Otra vez me enfrenté al esqueleto. Yo sentía una desesperación rabiosa por investigar y aclarar el misterio; yo sentía que me estaba trastornando poco a poco el horrible misterio; y en un acceso violento, irresistible, lancé una descomunal carcajada que resonó por la casa desmantelada y oscura; y empujándole como a un péndulo, hice oscilar al esqueleto en su perno. Y el eco de mi risotada, y el seco chocar de los huesos, llevaron al paroxismo mi exaltación nerviosa. ¡Oh!... Cuándo estéis a media noche solo en vuestro cuarto, lanzad, si podéis, una carcajada, os lo ruego.
—¡O, yo te haré confesar la verdad o me matarás!—le grité al esqueleto.
Sí. Era preciso, era urgente, apurar todos los medios de prueba, pues iba de lo contrario a enloquecerme.
Con un ardor febril lo destornillé de su pedestal, lo vestí con un pantalón y un saco, lo senté de codos a la mesa, en mi propio sillón, y le acomodé mi revólver en la mano derecha, haciéndolo apuntar a la puerta, con el gatillo alzado, y el dedo índice sobre el resorte del gatillo.
Retrocedí un paso para contemplarlo.
Pero el miedo me venció. Y entonces, agazapándome, retrocediendo, vigilándolo siempre, agarrándome a la mesa para no caer, intenté de un salto ganar la puerta. ¡El esqueleto me apuntó y sonó un tiro!...
Aquella mañana me bajaron del tejado. Me había quedado cataléptico, abrazado a una chimenea.[144]
Don Roque Pérez es el hombre más flemático de Salta. Tiene cuarenta años. Hace veinte que está empleado en una oficina de la casa de gobierno. Es solterón, metódico, cumplidor y beato.
Su vida es simple y redundante, como el rodar monótono de los días provincianos, o bien como la marcha circular y pacífica de un macho de noria.
La historia de este hombre contiene dos etapas, separadas entre sí por un acontecimiento trascendental que dejó en su espíritu una perplejidad perdurable.
La primera etapa comprende su juventud, los diez años que pasó de dependiente en la tienda de Don Pepe Sarratea. La segunda etapa comprende su madurez, sus veinte años de empleado público.
Con una sonrisa indefinible y calmosa, mientras fuma un cigarrillo, Don Roque Pérez cuenta su caso a un grupo de oficinistas.
Cuando él era dependiente, dormía en la trastienda. El negocio de Sarratea ocupaba una vieja casuca que todavía existe en una esquina de la plaza.[146]
El dependiente barría la vereda todas las mañanas, plumereaba los estantes, y aguardaba al patrón que se presentaba a las ocho.
Sarratea despachaba personalmente, detrás del mostrador; pero si había que bajar alguna pieza de un alto estante, colocaba la escalera y el dependiente se encaramaba por ella.
A las nueve de la noche, Sarratea despedía a sus contertulios del barrio, guardábase el dinero en el bolsillo y se marchaba a su casa. Entonces el dependiente trancaba las dos puertas de la tienda, rezaba su rosario y se metía en cama.
Una noche entre las noches, Roque Pérez, después de acostarse, dirigió la vista al techo, y vió que colgaba una cola de gato por una rotura del cañizo.
El agujero quedaba perpendicularmente sobre su cabeza, y la cola de gato apuntaba, naturalmente, a sus narices.
—¿Qué será eso?—pensó el dependiente.—¿Qué será?...
Apagó la vela y se durmió.
Varias noches después del descubrimiento, Roque Pérez volvió a mirar la cola de gato. Al cabo de una hora de contemplación, pensaba: ¿qué será esa cola?... Y se decía: mañana voy a poner la escalera para ver lo que es... Y apagaba la vela y se dormía.
Todas las mañanas, al despertar, Roque Pérez se desperezaba y miraba la cola de gato. La miraba todas las noches al acostarse. Y siempre pensaba: en uno de estos días voy a poner la escalera.[147]
Pero Roque Pérez era indolente, con esa profunda indolencia de los pueblos palúdicos. El había tenido una idea: aquella cola de gato debía ser algo. Para saber qué era, había tiempo.
Así pasaron dos años, y pasaron cinco años, ¡y pasaron diez años!... El señor Sarratea murió de tabardillo; los herederos liquidaron el negocio; Pérez tuvo que abandonar la vieja casuca.
Salió de allí con quinientos pesos de sueldos economizados y se contrató en la tienda de enfrente.
A poco de esto, alquiló la casa de Sarratea un boticario alemán que llegara a Salta con su mujer.
Lo primero que hizo el boticario, naturalmente, fué preocuparse de la limpieza del chirivitil, para instalar su botica.
Un día el boticario entró en la trastienda, y al revisar las paredes y los techos, vió la cola de gato. El alemán llamó a su mujer y le mostró aquello. Pidieron prestada una escalera en la tienda de enfrente. Roque Pérez, en persona, trajo la escalera. El boticario, ayudado por Pérez, la afianzó sobre un cajón para que alcanzase al techo, y se trepó.
Mientras el pobre Roque sostenía la escalera, el boticario, allá arriba, asió de la cola, tiró, y cayó al suelo una moneda de oro. Tiró más, y cayeron algunos cascotes y varias monedas. Luego, metiendo el brazo en el agujero del techo, sacó un zurrón lleno de onzas de oro, y se lo arrojó a su mujer. Buscó más, y encontró otro zurrón, y cargando el pesado fardo, bajó al suelo.
—Bueno,—dijo el alemán todo sofocado, entregándole[148] a Pérez una monedita.—Aquí tiene Vd. su propina. Y gracias por la escalera.
Ahora, Don Roque, ante la rueda de empleados, da un chupón formidable a su cigarrillo, sonríe con calma, y con las barbas llenas de humo, dice:
—Entonces fué cuando comprendí que mi destino era ser empleado público.
—Escalandrini, páseme el frasco de las arañas,—le dije al ayudante.—Vamos a separar los diferentes ejemplares en lotes adecuados.
El hombre puso el frasco en la mesa y preparó los lentes, las pinzas, el alcohol y demás cosas necesarias.
—Examinemos primero la araña negra... Veamos. Es una especie nueva para nuestro museo, y hay que clasificarla. Téngame usted el frasco a contraluz.
En vano busqué. Entre aquel locro de bichos no estaba la araña negra.
—¡Es singular!—objeté,—pues ayer mismo la estuve mirando en el fondo. ¿Habrán entrado ayer aquí los muchachos después de clase?
—¡Non signore!
—Bueno. Conviene que cuide usted mejor el gabinete... Resulta que los alumnos burlan su vigilancia y se roban los bichos.
La pérdida me contrariaba de veras. Tratábase de cierta araña del Chaco, muy rara, muy difícil de pillar.[150] Se la debí a la gentileza de Don Tadeo Amaya, lenguaraz de una toldería de junto al Bermejo.
Algunos días después de este pequeño incidente, Escalandrini vino a buscarme a casa con el fin de entregarme unos portaobjetos del microscopio. Apenas se me acercó le sentí un tufillo inconfundible a caña. Y confirmé mis sospechas del alcoholismo del ayudante, una noche que lo encontré por una calle haciendo eses.
No hacía mucho que se habían abierto los cursos, y pensé que aún era tiempo de buscar otro ayudante. Aquel hombre me había inspirado desde el primer día una invencible repulsión; así es que me alegré cuando le descubrí su vicio. Sólo aguardaba una buena oportunidad para hacerlo saltar del Colegio.
Aunque italiano, Escalandrini tenía tipo de negro. Ostentaba una cabellera lanuda, apelmazada, y que tiraba a rubio. Tenía la tez amarillenta, los ojos pequeños y huraños, y era bajo de estatura. Era barbilampiño, jetón, dentudo, y tenía pómulos salientes y brazos muy largos para su estatura: en resumen, un aire sub-humano, sobre todo si se lo examinaba de cerca, por cierta expresión esquiva y bestial de tristeza en la mirada.
Y sin embargo, como ayudante no puedo negar que era competente y experimentado.
Había venido al Colegio Nacional, recomendado por el naturalista Timperton, y había sido auxiliar de zoología en un museo de Turín, y después miembro de una expedición entomológica en la colonia Eritrea.
Ahora bien; un día que yo señalara a la clase un[151] tema sobre las aves, entré antes de hora en el gabinete y me puse a revisar una colección de volátiles que debía utilizar en mi conferencia. Escalandrini hallábase a la sazón ocupado en disecar, en un extremo del salón, un loro barranquero que él mismo cazara con tal objeto.
Al revisar las colecciones de los armarios noté que faltaban algunas piezas. Después advertí un excesivo desperdicio de alcohol, pues las tablas de los estantes estaban mojadas de este líquido.
—Tenga usted más cuidado, Escalandrini—, le dije al ayudante.—Derrama usted demasiado alcohol en la remuda de los botes.
Pero un detalle bien curioso me llamó la atención. En un estante, como escondida detrás de unos frascos, yacía una cabeza de crótalus, que sin duda había sido separada del tronco, no por cuchilla de cortes, ni por bisturí, sino a tirones, pues los tejidos presentábanse desgarrados.
—Yo quisiera dar cun los traviesos qui me facen un batituque dil gabinete—, gruñó Escalandrini, que se había vuelto en su silla y expiaba mis movimientos. Pero la fisonomía del individuo no acusaba la expresión correspondiente al tono con que pronunciara tales palabras; circunstancia que no dejó de impresionarme.
Quizá se había fijado más en mí que en sus propias palabras.
Luego descubrí, dispersas en las tablas, algunas gotas de estearina.[152]
Como en el gabinete no había luz eléctrica, supuse que alguien se entraría de noche, y con vela.
No pregunté nada.
En lo sucesivo el gabinete me pareció ya mejor cuidado. Sin embargo, buscando a lente, siempre hallaba en el suelo, o en la mesa, o en los estantes, gotas de estearina que habían sido raspadas,—se conocía—, con sumo cuidado.
Entonces fué cuando empecé a concretar mis sospechas...
Y un suceso lamentable vino a precipitar el desenlace de esta intriga, a develar el misterio de un temperamento.
En el aserradero de Perutti, la tarde del 6 de Abril, un obrero se cortó la mano derecha con una sierra sin fin. Se le había enganchado la manga en el trozo que aserraba, y a pesar de los sobrehumanos esfuerzos del infeliz, el trozo le arrastró el brazo, la sierra pasó de través, y el hombre quedó manco.
Fué una espantosa confusión. Los compañeros del taller acudieron a auxiliarlo, pues se iba en sangre. Lo llevaron a la Asistencia Pública y allí le contuvieron la hemorragia.
Cuando el pobre obrero estuvo en sus cabales se acordó de su mano. Preguntó por ella. Los compañeros fueron a buscarla entre el aserrín, pero no la hallaron. La mano se había extraviado.
Poco después del accidente la mujer de un obrero había visto varios perros que olfateaban la sangre...[153]
Tuvieron que ir a contarle al dueño de la mano la verdad:
—Parece que un perro se la ha comido...
La noche del 16 de Abril, bien madurado mi plan, me introduje con gran sigilo en el Colegio; atravesé de puntillas los largos claustros, llegué a la puerta del gabinete, y espié por el ojo de la llave...
Frente a frente de la puerta, ante la mesa de conferencias, alumbrado por un pucho de vela, Escalandrini perpetraba un horrible banquete.
De un frasco de arañas en alcohol echaba a pecho grandes tragos. En eso, sacó del bolsillo una mano muerta y empezó a devorarse el dedo mayor.
El monstruo parecía borracho. Sus ojos relampagueaban, ebrios de alcohol y de gula bestial.
Después, con una pinza, extrajo una araña pollito, y de una dentellada le cercenó el abdómen.
Escalandrini era un caso típico de regresión o salto atrás. Una vuelta a los trogloditas antropófagos.
Ribot, en su Herencia, habla de un neozelandés educado en Londres, que se comió viva a una niña de cinco años.[154]
La fechoría que voy a confesar pesa sobre mi conciencia de un modo abrumador, y su recuerdo me es tanto más doloroso, cuanto menos preconcebida fué la conducta que en este caso observé, al dejarme arrastrar por el perverso apetito del crimen, que parece ser el estigma de mi existencia.
¿Qué conseguiría yo suplicando al lector que procure encontrarme atenuantes o justificativos en esta infamia? Nada.
Y así, desde que escapé a la acción de la justicia humana (y aun espero escapar de la divina), le saco provecho a la verdad, escribiendo mis barrabasadas, no sin escándalo, me consta, de ciertos timoratos.
Y ya me dejo de rodeos, y contaré las cosas tal cual pasaron, fielmente.
Yo estudiaba cuarto año secundario en el colegio del Carmen, de la calle Estados Unidos, de Buenos Aires.
Teníamos un profesor de inglés que se llamaba míster Moore.[156]
Era un hombre como de sesenta años, muy alto y de porte grave.
Su rigor en el cumplimiento del deber era tal, que, en diez años de profesorado, apenas cuatro veces habia faltado a clase. Nunca hablaba sino lo estrictamente necesario, ni tuvo nunca con sus alumnos una frase de expansión o de confianza.
Míster Moore nos infundía, pues, ese respeto mezclado de lástima que inspiran la soledad y la digna reserva de las personas que sufren. Porque nosotros suponíamos que el pobre profesor sufría, y sufría en silencio, con su cara displicente de clown jubilado, toda rasurada, y bajo su levita de incierto color azul, única, perpetua, humilde y respetable.
Por lo demás, poco sabíamos de sus rarezas. No cultivaba relaciones íntimas, vivía en una pensión de la calle Rivadavia, y comía en su pieza, por librarse de la gente.
Cuanto a su enseñanza, daba buenos resultados, aunque no conmigo, que siempre merecí calabazas en inglés.
Aquel año la salud de Mr. Moore decaía visiblemente, a juzgar por la palidez progresiva de su rostro y el aire taciturno de su andar.
No hubimos de extrañarnos, pues, cuando una tarde de junio, el director nos dijo en clase que Mr. Moore acababa de morir de un síncope, al tomar el tranvía para venir al colegio.
Los alumnos de cuarto año hubimos de encargarnos de las diligencias previas al entierro. Y así, nos trasladamos[157] a la pensión de la calle Rivadavia, donde, en su cama, encontramos al excéntrico serenamente dormido en la eternidad.
El vigilante de la esquina lo había recogido y llevado a la casa.
Seis velas sobre seis sillas en torno del catre, y un crucifijo entre las manos del difunto, cuya religión no conocíamos, bastaron para el arreglo fúnebre, y allí nos quedamos haciéndole compañía.
Pero a media noche los discípulos resolvieron pasarla en un cafetín, en lugar de guardar a Mr. Moore. Yo rechacé la invitación, y no sin agrado me quedé solo, pues la situación favorecía el maquinamiento de cierto poema que pensaba escribir.
Era la del velorio una habitación espaciosa, y tenía una puerta a un pasillo estrecho con baranda de hierro, en el piso alto, sobre el patio.
Había otras dos puertas que comunicaban con piezas contiguas, pero estaban tapadas con roperos, disposición ésta que me valió mucho, ahogando el ruido, como habrá de verse luego.
Ocupaba la cama el centro del cuarto, los pies hacia la puerta, y la cabecera contra la pared del fondo.
Junto a un ropero, a la izquierda de la cama, me instalé en un confortable sillón, al lado de la mesa de trabajo, donde yacían una Biblia y algunos libros ingleses.
Desde mi sitio, como a cinco pasos, podía yo ver, indistintamente, la cara escuálida del muerto; y al cabo de un cuarto de hora, la sugestión irresistible del cuadro,[158] dispersando mis poéticos pensamientos, me había impuesto, en cambio, su pavoroso misterio.
¡Cuánta ignota pena, cuánta desolación, cuánto abandono, contemplé en aquella vida desgraciada que acababa de apagarse!
¡Pobre viejo! Llevábase él a la tumba, con su eterno spleen, ¡quién sabe qué nostalgias, quién sabe qué recuerdos!
Y a la luz amarilla de las velas, me pareció ver dibujarse una sonrisa de paz en aquella boca rígida que jamás había sonreído.
Hay en la llama pálida de esas velas de muerto, algo así como un afligente fervor de súplica; un intangible soplo las consume, y se agitan inquietas en el silencio como anímulas simbólicas del dolor.
Aquella era en verdad una hermosa máscara. La nariz alta sostenía, con elegancia de columnata corintia, el doble arco de la frente, abierto y noble. Los labios eran delgados, y el mentón saliente, con firme decisión de voluntad.
De pronto, un escalofrío me crispó los nervios. Los ojos de Mr. Moore se habían abierto...
¿Sería posible?...
Traté de tranquilizarme. Incorporándome con un sigilo ansioso, me acerqué de puntillas al lecho. Pero los ojos estaban cerrados.
Me expliqué. Las velas, sobre su cara brillante, jugaban con reflejos y sombras.
Volví a mi sitio, y por distraerme abrí la Biblia, procurando inútilmente leer. Con la imaginación en desorden,[159] y el corazón al galope, ya no fuí dueño de mí mismo; ¡entonces sobrevino la crisis!
Y la incurable neurosis que padezco se desbordó en mi cerebro con imágenes descabelladas, con ideas incoherentes y estrafalarias.
En estos ataques agudos, el cerrar los ojos, o el quedarme en tinieblas, no me da resultado. Desfilan ante mis pupilas, en vertiginosa balumba, todas las furias del infierno. Rostros de mujeres, de viejos, de locos, de perros, de burros, se transforman, se sustituyen, se mezclan y se esfuman en una semioscuridad extravagante, absurda. Y la crisis sólo tiene un remedio: correr, o saltar, o gritar, ¡o matar!... hacer, en fin, algún esfuerzo muscular intenso, que despilfarre mis anormales energías de un modo súbito y violento.
Y con la mirada clavada en el muerto, exaltado, enajenado, anhelante, fronterizo de la demencia, en el paroxismo de la atención, lo vigilaba, lo acechaba, lo espiaba, con la sospecha inaguantable de que no estaba muerto, de que estaba haciéndose el muerto, de que pretendía asustarme, sorprenderme, burlarse de mí...
Y en ese instante la cosa se produjo. ¡Mr. Moore había levantado una pierna en el aire, una pierna peluda y flaca, de araña gigante; un pie descarnado, repugnante, amarillento, de largos dedos abiertos en abanico!
¡Mr. Moore se había despertado de la muerte, y Mr. Moore, por fin, rígido, escuálido, con los ojos fuera de las órbitas, mirándome impertérrito, desnudo, espantosamente[160] desnudo, se había puesto de pie junto a la cama!
¡No pude más!
Poseído de un acceso formidable de energía, de alegría bárbara, de terror loco; ágil como un demonio, salté sobre él y le pegué una bofetada tal, que lo acosté patas arriba sobre su lecho de muerte.
Después, maquinalmente, lo acomodé en la posición primitiva; y poco a poco, al recobrar la serenidad y la razón, dime clara cuenta del peligro que corría, si, como era posible, alguien en la casa hubiese oído el ruido.
Presa de inmensa angustia, auscultaba el nocturno silencio. Pero nadie acudió.
¡Mi delito quedaba impune para siempre!
Y por la mañana, en la Chacarita, en torno a la fosa, junto a mis condiscípulos, eché como ellos mi palada de tierra sobre el cadáver de Mr. Moore, cuyo asesino no dejó traslucir ni un asomo de emoción.
Muchas veces he pensado con horror en una autopsia de la que hubiera resultado esta fórmula concisa y fatal: "Sonambulismo cataléptico acabado en la sepultura por una conmoción cerebral enorme."
Triste cosa es hallarse obligado a trabajar, y no ser como este pato del lago que estoy mirando, mientras escribo, paradito en una pata, de ocioso, calentándose al sol, al sol que es la esterlina y la estufa de los que no trabajan.
La ociosidad es la madre del pesimismo. Y hoy me siento pesimista.
¿Por qué vienen días tontos, días en que se aflojan los resortes del carácter, días en que nada, nada, nos parece digno de ser tomado en serio; días de aburrimiento, de nirvana, de desaliento, en que las menudencias que forman la diaria urdimbre de la vida nos acosan, nos hastían y nos hartan?
El noventa por ciento de nuestros actos diarios se producen bajo el imperio de la rutina, de ridículas preocupaciones, de perjuicios pueriles.
Si me junto en la plaza con algún petizo mi compañía le avinagra, y me pide que lo deje caminar por el centro para aparecer más alto.[164]
Hay quien asiste al baile con un frac viejo de su tío, y averigua cómo está su figura. ¡Y cómo ha de estar!
—Pero si te queda muy bien,—afirma un papanatas que no se resuelve a entrar en el salón, porque se le descompuso la onda del peinado.
¿Y los preguntones?... esos abombados que interrogan sin ton ni son. Y usted les responde, ¡y de su respuesta se les dá una higa! Lo que ellos saben es preguntar, no importa qué. Y vuelven a la carga, tanto más reciamente, cuanto menos cara le ven a uno de responder.
Gentes hay que no molestan de cerca, pero que saludan perdonando la vida. Y aún os dicen: "Adiós amigo", y en el fondo os están deseando una apoplegía.
Líbrenos el demonio de los charlatanes que se creen ingeniosos y espirituales e hilvanan viejos chistes con nuevas simplezas y son testigos o héroes de todos los sucesos del pueblo y juran y se acaloran a base de macaneo. Y líbrenos de los murmuradores que todo lo denigran, como si poseyesen ellos solos el cetro de la justicia.
¿Quién no se sintió harto alguna vez de las pequeñeces, de las importunidades, de las indiscreciones de los otros, y ha deseado escapar a mil leguas de la tierra, lejos de sus congéneres?
¿Quién no ha deseado el suicidio, la grata compañía de los muertos, que son los mejores prójimos, acaso porque ya no hablan?[165]
¡Oh si nos fuese dado morir con la facilidad con que se ingiere un vaso de vermouth!
Sin embargo, los que se matan llevan a cabo una tontería más considerable que todas las que en vida cometieron, porque al fin y al cabo algo de bueno ofrece la existencia, fuera de estos ratos de tedio. Y aún en éstos gozamos la libertad de detractarla, sentados en el parque, bajo los pinos, tomando el aperital, acariciada la frente por una brisa cordial de otoño. Y siempre será sublime la puesta del sol.
La naturaleza nos reconcilia con la vida.[166]
Es el anochecer de un día de otoño, y de la vecina iglesia viene el son de una campanita que tañe, tañe, difundiendo en el espacio la inquietante premura de su llamada mística. Por la calle, las mujeres pasan, una que otra, hacia la iglesia: una vieja, otra vieja, otra, que va como pisando cascotes, cucurucha, toda arrebosada. ¡Dichosa vieja! Cuando se postre ante el cura, invocará, egoísta, el favor divino, confiará en la salvación. En su absoluta, supersticiosa fé, no comprendería ella la amarga duda del crucifijado, el lama sabactani. Y por este orden de ideas, he venido a parar en la tristeza.
He ido a cortar rosas al jardín. Entre el sutil encaje de las hojas, las rosas parecían meditar, abiertas las corolas, absortas bajo el firmamento. Había tristeza y reposo. La luz y el movimiento evocan la vida; el reposo es como el signo de la muerte. Cuando la brisa mueve las flores, sus leves balanceos arrullan nuestros ensueños, pero el absoluto reposo crepuscular infunde[168] una dulce tristeza. Sobrevienen en la naturaleza y en las almas, delicados instantes así, en que parece que algo está ocurriendo, misterioso, invisible. Es cuando se han abierto ventanas que miran a lo eterno, y la tristeza que entonces vemos en las cosas y en los seres es como la fatiga, como la parada, en medio del infinito devenir.
Sobre los campos silenciosos, todos los días al cerrar la noche, la inmensidad se ahonda, la eternidad se acerca, se establece una como normalidad del prodigio. A tal hora, nadie, estando solo, podrá sentirse alegre a menos de ser un vulgar espíritu. La tristeza reside, más honda que en las almas, en la naturaleza. Es verdad que la naturaleza es toda movimiento, pero el movimiento está sujeto a las leyes del ritmo y para cada orden de movimientos rigen la suba y la baja; la máxima intensidad y el reposo relativo sucediéndose siempre. Por instantes o por siglos, la naturaleza, tal como nosotros, se aquieta y se arroba en un vasto recogimiento, como si ansiara descansar y comprenderse... Y de esta íntima necesidad, nunca colmada, de penetrar el secreto de la existencia, emana la tristeza que notamos a veces en los seres y en las cosas.
La melancolía del asno inmóvil junto a la tapia del corral; la oscura mole de las montañas, cerrando el horizonte; la serenidad de las flores; la cadencia de la campanita; no son distintas, no son ajenas a mi tristeza. Hay en todo esto el estupor de la eternidad que pasa sobre nosotros, asoladora, y siempre impenetrable y magnífica.
En la evolución de las especies, corresponde a los insectos y a los arácnidos un grado de inteligencia relativamente elevado. El comepiojos (mamboretá) que al ser molestado levanta con arrogancia sus patas manducadoras y nos mira con sus pequeños ojos escarlatas; la avispa que nos persigue, si la molestamos, para clavarnos su aguijón; la vinchuca, que se esconde con pasmosa astucia al sentirse perseguida, nos proporcionan abundantes ejemplos de actividad voluntaria y consciente.
En cuanto a las arañas, he tenido ocasión de presenciar no ha mucho un hecho que prueba una complejidad mental realmente admirable en estos artrópodos. Era una araña del género argironeta, que son las más hermosas, por los matices plateados que las adornan. La encontré una mañana en el patio de casa, entre dos hojas de cica, inmóvil, en el centro de su tela perpendicular, brillando al sol como una joya. No sabría la pobre que estaba en casa de un zoólogo, y es[170] lástima, porque en cuanto la ví la pesqué y la encerré en un frasco de vidrio. En el ancho tapón abrí un agugero a fin de poder conservarla viva y remitírsela al Dr. Holmberg, al siguiente día. Pero cometí la chambonada de dejarla esa noche en una maceta, al aire libre. Aquella mañana, en el fondo del frasco sólo hallé la cáscara del infeliz animalejo. Mil diminutas hormigas coloradas estaban a la sazón ocupadas en devorar lo que quedaba. Y aunque la culpa del asesinato era mía, sentí contra las hormigas una cólera terrible. Me imagino los tormentos que sufriría la araña, al pensar en el inmenso número de mordiscos que recibiría de esos belicosos demonios. En fin, indignado, maté las hormigas con agua hirviendo.
Pero la noche había escondido una tragedia todavía más intensa; porque hallé un hilo de araña tendido del frasco a la pared, y en una hendidura del reboque, inmóvil, al desgraciado amante de mi gentil cautiva, como diría un literato. Era el macho. Alrededor del frasco, en la maceta, yacían cientos de hormigas, partidas en dos por sus formidables mandíbulas. No cabe duda que en el silencio nocturno, después de haberla buscado en la tela, debió de lanzar un hilo desde la pared a la maceta, y ni más ni menos que un caballero junto a la torre de su dama, libró al pié del frasco un combate heroico, viéndose al fin obligado a poner pies en polvorosa, rendido y abrumado por el número.
No conseguí apoderarme del héroe, cuyas cenizas hubiese yo conservado con respeto en aguardiente. Pero era muy pequeño, como todos los araños. Cubría sus[171] desnudeces una fina capa de terciopelo marrón, un poco burda, en tanto que su amada luciera en vida una armadura de escamas de plata.
Era imposible interpretar de otro modo los hechos observados. Y, teniendo en cuenta las costumbres sexuales de las arañas, el caso resultaba hermosamente romántico. Se sabe que el casamiento de las arañas termina con la muerte del flamante marido. Durante el día, mientras la araña hilaba su tela, el macho la acecharía, desde su escondrijo del reboque. Así meditaba, preparando su asalto para la noche, aprovechando el reposo de su voraz amada. Esta operación se la facilitan sus ocho ojos, cuatro de los cuales son para ver de noche. Así se explica que pudiese hallar el frasco; y es que la buscaba con la tenacidad propia de los enamorados.
¿Qué diferencia existe entre este drama de arañas y los trágicos amores de cualquier pareja de novela? Una simple diferencia de grado. Aunque en ciertos sujetos, como los opas, la emotividad y la inteligencia estén menos desarrollados que en las arañas.[172]
El sapo es el solitario del albañal. Su domicilio subsolar se abre a la calle, ante la puerta de una casa.
Los ruidos del día lo confinan en una grieta húmeda, estrecha, y ahí permanece, chato y frío, absorbiendo agua por todos los poros, asimilado a las piedras pardas.
Huye del sol. El astro voraz haría evaporar en un amén el jugo de sus pústulas, y dejaría su cuerpo seco y hueco, cual un viejo zapato arrojado al basural.
A media noche sale de su escondrijo, y atisba, sentado tranquilamente en cuclillas, las mariposas que el foco de la calle atolondra.
¡Ah, las mariposas! ¡Cómo fascinan al sapo esas miriadas de alas, revolviéndose frenéticas en el campo de luz del arco voltáico!
Y las mariposas caen en continua lluvia; y los coleópteros caen zumbando de cabeza, como si quisieran taladrar el suelo. Atento, el sapo espera.
Cuando está cierto del éxito, inicia el ataque a cortos[174] saltitos. Se detiene. El corazón le late en la tensa membrana blanca de la garganta. Después avanza gateando ridículamente; con gran cautela se acerca al bicho, y ¡zás!
El bocado no es siempre una sedeña mariposa. A veces hay que tragar un escarabajo más áspero que un nudo de alambres. En tal caso, siente un pataleo en el esófago. Pero el muy comilón no se arredra, y se ayuda a dos manos, empujando la presa hasta el estómago.
Otras veces, por un lamentable error, atrapa el pucho encendido que un transeunte arrojó de su boquilla, ¡y hay que verlo retroceder y poner la cara fea!
Ayer fuimos al campo con el ayudante, en busca de insectos. Aunque no teníamos red, hemos perseguido algunas mariposas.
Después hemos hallado unas moscas de nueva especie, asentadas pesadamente, en gran número, en unos chañares pequeños. La hoja del chañar dá una substancia melosa que sin duda atraía las moscas. Algo más delgada que la mosca común, la nueva especie distínguese en que presenta en las alas bandas transversales blancas, sobre fondo pardo oscuro y en la cabeza un par de antenas corniformes.
Pero en el mismo tubito hemos encerrado una libélula y sus ásperas alas han destrozado a las moscas. Mañana volveremos a buscarlas. La constancia es la primera virtud del naturalista.
En el campo no hay que descuidar los pequeños detalles. A veces una hormiga que corre a esconderse bajo una mata, proporciona valiosas enseñanzas. De pronto, el ayudante se larga al suelo, de cabeza. Con el ojo pegado al tubito de cazar, examina un precioso[176] díptero cubierto de blanco bello. Se trata de otro raro ejemplar, y el pobre bicho cae al fondo lóbrego de mi bolsillo.
En la falda del cerro, en unos matorrales cuajados de flores amarillas, descubrimos un nuevo tipo de araña verdosa, muy chica y vivaz. En seguida fué al tubo.
En esta época,—fin del otoño—la mayor parte de los insectos han muerto ya, dejando sus larvas; y los nidos de mil estilos que construyen para dormir el sueño invernal, son casi siempre obras de arte, dignas de estudio. En el suelo, en el tronco de los árboles, en los tallos, en las lajas, bajo las piedras, en los pantanos resecos, encontramos innumerables formas de capullos. A cada especie corresponde un modelo determinado y una ubicación particular. Los más fuertes están a la vista, pendientes de las ramas desnudas de los arbustos. Unos son estuches de una especie de pergamino, aglutinación de hilos de seda; otros están recubiertos de espinas que los pájaros tienen que respetar; algunos, en los tallos leñosos de los matorrales, son concreciones calcáreas, durísimas, fuertemente adheridas. Los menos protegidos imitan el color o la forma de la rama o piedra donde se pegan. Otros se enquistan en los tallos, hipertrofian los tejidos y originan agallas que al retornar la primavera se abren, dejando escapar un insecto. En todos predomina el instinto de conservación de la especie. Y de todos esos escondites, de todos esos refugios, cuando vengan las lluvias y caliente el sol, irrumpirá la vida, múltiple, bulliciosa, policroma.[177]
El cielo estaba magnífico. Había una insensible gradación de colores, desde el armiño y el ópalo hasta el rojo de cobre bruñido. Una larga nube, cuyo borde se apoyaba en los cerros del oeste, dividía el cielo en dos con una banda oscura que se apagaba en el cenit. En un rincón del San Bernardo, poblado de cebiles, ponía la hora su tono melancólico. Reinaba en las hondonadas verdinegras de follajes maduros una quietud inmensa, y la tristeza de la tarde se atenuaba al cortarse en el cielo celeste la línea ondulante de la arboleda, tendida y crespa, como un festón de encajes.[178]
Una mañana de marzo andaba yo con mi curso de 2º año por el parque San Martín. Los alumnos, repartidos en grupos de cinco, recorrían el terreno en busca de alimañas. Cada uno debía escribir una composición, el relato del paseo y la observación de algún bicho. Asi, en las primeras clases del año, podría el profesor juzgar del grado de observación original, individual de sus alumnos.
Marchaba yo entre un grupo de alumnos por una avenida macademizada, al fondo de la cual se ve una fuente de cemento y bronce, especie de centro de mesa, con que se adornan nuestros pobres parques de tierra adentro. Alguno dijo que no era la media calle el camino más propicio a la busca de dichos, y aprovechó la coyuntura para hacer resaltar, no sin ironía, la comodidad del profesor.
"Amigos míos—objetó éste:—no es preciso trepar al cerro para hallar bichos. No hay un centímetro cúbico en la superficie del planeta, que no presente algún fenómeno de vida, capaz de interesar al estudioso. Si yo[180] tuviese un miscroscopio, demostraría mi aserto, analizando aquí mismo la fauna y flora de un milígramo de tierra de la calle, previamente disuelto en una gotas de agua. Esto en cuanto a la vida microscópica. Pues la vida macroscópica no es menos abundante en la avenida. Alzad la vista un poco, y mirad las turbas de mosquitos provenientes de los álamos, que se arremolinan sobre vuestras cabezas; las moscas de mil clases que zumban a ras del suelo, sobre el estiércol del aristocrático caballo que ayer tarde arrastraba el coche de una dama, y las variadas zabandijas que nadan en los charcos de la calzada, como los tiburones en el mar. Las cuestiones que suscitaría el estudio de cualquiera de estos seres son tan vastas, que su exposición exigiría el concurso de muchas ciencias.
Supongamos, que un sabio elige el mosquito del álamo. Tendrá que saber botánica si quiere explicarse la formación de las agallas, en la vagina de las hojas; química, si desea averiguar las causas de formación de las agallas; entomología especial de los dípteros, si quiere determinar la especie del insecto. El vuelo de éste, le llevará a la física mecánica; el zumbido, a la física acústica. Si quiere saber el número de vibraciones de las alas por segundo, ambas cosas concurrirán a darle la cifra; y con esto, habrá venido a parar a las matemáticas. Sin contar con que, en último análisis, todo fenómeno, es susceptible de examinarse desde el punto de vista de la cantidad; de cuya constancia resultan únicamente las leyes naturales. No hay ley sin número. No hay fenómenos que no pueda esquematizarse[181] en números. Y así, hemos venido, un poco desordenadamente, del mosquito a las concepciones más abstractas".
Entretanto habíamos llegado a la fuente, cuyo contenido era una agua verdosa, rica en algas. Allí cazamos crustáceos, pequeñísimos, pulgas de agua y cíclopes, transparentes como cristal, en el microscopio. Algunas arañas habían tendido sus telas en las gradas de la columna que emergía del centro de la fuente.
Entre dicha columna y el borde de la fuente, descansaban en cuclillas sobre soportes de cemento, como en cuatro islas, cuatro angelitos equidistantes de bronce, que contemplaban el agua, pensando quizá en lo verde y sucia que estaba, y lamentando acaso no poder taparse las narices con sus manos metálicas.
Bogaba en el agua una galleta. Sobre la galleta estaba sentado un sapito nuevo, y alrededor, una turba de renacuajos chupaban el dulce zumo de la pequeña isla alimenticia.
En seguida noté, entre los pies de los ángeles, una multitud de sapitos nuevos. Además, en el agua, flotaban cadáveres de otros sapitos, a los cuales iban adheridos por la trucha los renacuajos.
En el agua, no había ningún sapito vivo.
Después de un rato de contemplación, el profesor ordenó silencio a sus discípulos, y, al rayo del sol, les dió una lección de biología. Los muchachos se sentaron al borde de la fuente y le escucharon con interés.
"He aquí, amigos míos—dijo—una maravillosa oportunidad[182] de aplicar la inteligencia a la explicación de los hechos.
He aquí, que acabo, tal vez, de descubrir el porqué del paso de los peces a los anfibios, en la evolución de las especies.
Notad que esta fuente no tiene salida. Es una laguna con cuatro islas. En la laguna, algunas sapas depositaron sus huevos, de los que salieron miles de renacuajos. Unos han evolucionado más pronto que otros. Se ven aquí batracios en todos los grados de desarrollo, desde el huevo al estado adulto, y por tanto, desde que respiran por branquias hasta que respiran por pulmones.
Pero es el caso que los ya pulmonados, se han visto forzados a refugiarse, bajo pena de muerte, en las islas. Lo prueban los cadáveres de sapitos que sirven, como veis, de alimento a los renacuajos, mucho más grandes, fuertes y vivaces por ser el agua su medio apropiado dada su respiración branquial.
La batracofobia de los renacuajos es, pues, un hecho indiscutible. Y lo particular es que tal hecho explica, según creo, el origen de los anfibios. Bastaría suponer en ciertos charcos del mundo primitivo, una superabundancia enorme de una forma dada de peces, que, habiendo desalojado a otras especies, empezaron a comerse entre ellos. Establecida así la lucha, se salvaban únicamente de la carnicería los que podían ganar tierra y resistir más tiempo al nuevo ambiente, hasta que las branquias se adaptaran al aire y se convirtieran en pulmones. El hábito y la herencia fijaron el nuevo carácter específico, y el atavismo reproduciría la forma primitiva[183] acuática. Y como la duración de las condiciones físicas del medio sería de miles de años, tendríamos repetidas las causas y los efectos en millones de generaciones sucesivas, y por lo tanto fijada una especie intermedia, entre peces y reptiles.
De los peces a los batracios, no sólo ha cambiado la respiración, sino la alimentación. Los renacuajos se alimentan por succión. Los sapos, son insectívoros. Al comenzar la existencia terrestre, no les fué muy difícil cambiar de régimen alimenticio, como lo probaría la poca variación que exige un aparato bucal chupador (renacuajo) para convertirse en captador (sapo).
Si se compara la organización de los peces superiores con la de los batracios anuros que por ahora nos ocupan, se nota que los peces son más complicados. Los batracios no derivarían, pues, de los peces superiores, sino tal vez de los branquiostomas, o de una forma intermedia entre éstos y los ciclóstomos, cuya organización es más rudimentaria.
Pronto estudiaremos la organización interna de los batracios, y, en su metamórfosis, la transformación del aparato circulatorio en correlación con el respiratorio. Entonces os haré notar cómo, la respiración cutánea, tan intensa en los batracios, y propia de organismos inferiores, ha hecho tal vez posible al conservarse el paso de la respiración branquial a la pulmonar.
Antes de terminar, amigos míos, libertemos a los sapitos, que están condenados a morir de hambre en estas islas de cemento, al pie de los ángeles indiferentes. Ayudemos así al cumplimiento de las leyes naturales.[184] Arrojemos los sapitos entre la húmeda gramilla del parque, para que se coman las larvas corrosivas y los insectos que atacan las plantas de los jardines."
—¡Libertemos al náufrago refugiado en la galleta!—gritó un muchacho. Pero en aquel momento, cuando una mano amiga se le acercaba, el pequeño sapo saltó al agua, y un renacuajo vivaz y ventrudo se apoderó de su presa al instante.
Así hemos leído, en un charco, una hermosa página escrita hace millares de siglos por el azar de la evolución.
La desagregación del protoplasma por la mineralización creciente no se manifiesta en los unicelulares. Dado un ambiente propicio, un protozaorio no muere nunca, puesto que alcanzada la dimensión normal en la especie, el individuo se parte en dos y del ser único derivan dos individuos nuevos, continuando en cada uno de ellos los procesos de asimilación y desasimilación que determinan el crecimiento y la división consecutiva, completándose así el ciclo evolutivo.
A medida que la estructura orgánica se complica, disminuye la resistencia normal del individuo en su medio, en razón de la mayor conexión y subordinación de unas funciones con otras en el organismo.
En los protozoarios la división experimental del núcleo no impide la regeneración de cada parte.
En los metazoarios inferiores, cada fracción regenera las que faltan. (Hidras).
Algunos escalones más arriba, la división experimental del individuo por su eje de simetría, ya no permite la reconstitución de cada mitad. (Asteroideos).[186]
En los grados más avanzados de complejidad estructural, de los artrópodos a los cordados, la capacidad regenerativa del protoplasma tórnase de más en más problemática.
En los anfibios, la vitalidad de los principales órganos (por ejemplo, del corazón), separados del cuerpo, es mayor que la de los mamíferos.
Un protozario partido en dos, por su núcleo, continúa viviendo; un mamífero lesionado solamente hasta su red arterial, tiene muchas probabilidades de morir.
Cuanto más avanza la diferenciación progresiva de las formas, más acrece la posibilidad de la muerte.
Viniendo a un punto de vista más general; no existe solución de continuidad en la materia viva, desde la mónera que aparece en el limo del océano pre-geológico, hasta las especies que pueblan en la actualidad la tierra. Negarlo supone aceptar creaciones particulares de todas las especies, en cada época.
Ahora bien. Pensando en la muerte con datos así, objetivos, sin recurrir a los conceptos absolutos creados por la imaginación, se ilumina de pronto la mente con la esperanza de una inmortalidad menos egoísta.
Pongamos nuestra fe en la ciencia.
Ella nos dice que durante algunos siglos todavía estaremos condenados a morir; pero somos inmortales como partículas orgánicas de la especie, puesto que las generaciones venideras, perfeccionadas de continuo en su mecanismo de pensar, por el esfuerzo adaptativo de las que las precedieron, irán acumulando el aprendizaje de la experiencia, para alcanzar acaso el ideal de los[187] ideales: la existencia infinita, individual y específica del hombre.
Como si la muerte durante siglos fuese nuestro tributo a la inmortalidad futura, la naturaleza, al perfeccionar su mejor instrumento, el hombre, le ha hecho quizá el más endeble y el más delicado de los seres.
No en vano la eternidad es la obsesión de todos los tiempos. El hombre tiende al azul desde que aprendió a pensar. Interroga siempre al gran enigma infinito suspendido sobre su cabeza.
Obstinado, aborda su problema.
Ante el microscopio y ante el telescopio; ante el animal y la planta; ante el microbio y el astro; ante el mineral y el flúido intangible; junto a las máquinas, junto a los crisoles, junto a las retortas; sobre los libros, sobre los terrenos, sobre los aires, sobre los mares, en todos sentidos y en todas direcciones, escarba en lo desconocido, con un apetito insaciable de más allá, que es ansia de lo eterno, su parte de Verdad, de Belleza y de Bien.
¿Perecerá la civilización sin que algún ser humano haya transpuesto los límites de la atmósfera?
¿Será inacabable el misterio?
La inteligencia, la ciencia, el progreso, todo lo noble y todo lo grande que vamos alcanzando, a trueque de sacrificio y de dolor, ¿no pesará nada en la balanza del devenir?
¿Todo eso no será más que combinaciones peregrinas del azar, efímero aleteo, ensueño quimérico de algo perdurable, de algo absoluto?[188]
¿Llegará día en que ninguna pupila humana pueda escrutar la sombra?
La naturaleza parece responder: "Hombre, ¿vale más tu inteligencia complicada, sutil, poderosa, rápida, vale más que una hormiga o una flor? Eres una onda del río que va desde lo que no tiene principio hacia lo que no tiene fin. Envanécete. Sin embargo, para mí que soy la energía ciega, la casualidad indiferente, no hay bueno ni malo, fácil ni difícil, mejor ni peor; pues a mí no me cuesta trabajo el cerebro de Newton que el vuelo de los astros".
Y yo he soñado con una humanidad más perfecta, más buena y más sabia, remontándose por medios mecánicos a los espacios estelares.
La ciencia vencerá a la muerte.
Siendo infinita la duración de la vida, no habrá porqué desdeñar un viaje de siglos por el universo.
Magnífico espectáculo el del hombre atravesando los espacios interplanetarios en expresos más veloces que la luz.
La conquista del infinito será precedida de una agitación jubilosa como la que anuncia el vuelo de las colmenas.
Abandonando su viejo casco, libador de la eterna belleza, el hombre remontará su vuelo por aquel jardín que tiene por flores las estrellas.
[1] Algunos de los personajes de los cuentos a que me vengo refiriendo, son amigos de Dávalos. El autor los hace morir en forma trágica y horrorizante.
[2] «Tincar» no es castellano. Pero es una preciosa onomatopeya, inventada por los gauchos, y que da mejor que ninguna otra palabra, la nota, «tín»... del acero, que ellos tienen la costumbre de hacer vibrar entre los dientes cuando sienten vacilar su coraje. Además, emplean continuamente el cuchillo para abrirse paso, hachando gajos en la maraña; y de ahí proviene sin duda la palabra.
[3] Anta es un departamento de la provincia de Salta. También se llama así al tapir.
Se han corregido algunos errores tipográficos presentes en el original. Las vacilaciones en algunas grafías se han mantenida como en el original.
P. 138: "el cielo azul, el cerro, el valle de Lerma; se persignó"--En el original, este frase fué despues de las palabras "en el pescuezo, pasé la".
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